Nada para ti

 

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Aquí donde me ven un amigo ya fallecido quiso convertirme en retratista de sociedad. El tipo de pintor que se dedica a retratar personas notables en unos cuadros en los que ellas salen siempre guapas y ellos bien plantados y arrogantes.

Todo empezó porque otro amigo, restaurador del Prado, me preguntó si podía hacer una copia muy bien pagada del retrato del marqués X para su hija, la marquesa de Z. Hace de esto muchos años y no era cosa de despreciar una bonita suma que podía pagar bastantes facturas. Trajeron el original a mi estudio y me puse a ello. Salió bien (mejor que el original según la hija –sin falsa modestia: mi técnica es mejor) y antes de que se llevaran original y copia el amigo influyente lo vio y quiso encaminarme por ahí. Bien, cuando a uno lo quieren y pretenden meterle dinero en casa –eran tiempos difíciles– no hay que andarse con repujos.

La historia de la copia del marqués terminó de un modo curioso. A los muchos meses de entregada y cobrada recibí carta de un abogado madrileño en la que me pedía explicaciones por haber hecho una copia ilegal, sin permiso del propietario del cuadro. Parece que los herederos andaban de gresca y que la marquesa Z, la del encargo, había puesto en mis manos el original sin contar con el hermano mayor. Me zafé del asunto y no sé cómo terminó aquella bronca de familia ni dónde se encuentra ahora mi copia.

No me importa hacer retratos de encargo –y algunos he hecho– aceptando el reto de que el retratado nunca estará contento con su imagen hasta unos años más tarde. Después sí te besan y abrazan por la calle o te invitan a cosas pero, justo al acabar el retrato, pagan y se van mohínos e insatisfechos . Por eso el retratista profesional cobra siempre la mitad por adelantado. No aceptamos nuestra imagen sobre el lienzo pero nos callamos con la fotografía: ‘¿Así de viejo y feo estoy? Bueno, es que yo no salgo bien en las fotos’. Como sea el pintor con sus pinceles la pelea puede ser dura y si cedes un paso ya estás perdido: manda el retratado.

El caso es que, para entrenarme, me fui a ver a un famoso retratista deudo de mi embajador pictórico. Encontré a un tipo simpático pero amargado, con el hígado hecho polvo y con un odio profundo por la gente que le encargaba los retratos: gente de la farándula, los negocios, mucho nuevo rico y folklóricas con sus respectivos toreros. Los odiaba de todo corazón pero se veía obligado a montar unas fiestas de aúpa en una casa extraordinaria que tenía. –De lo que gano con ellos me tengo que gastar en fiestas más de la mitad –aseguró.

Yo no estaba pensando en dedicarme al asunto como actividad principal sino hacer un par de retratos al año bien pagados y cubrir los gastos corrientes pero me di cuenta hablando con aquel colega –fallecido un par de años más tarde con el hígado empapado en alcohol– que, como el resto de mundos, aquel también estaba hecho de materia absorbente: estás o no estás, y si es que no, nada para ti.

(continuará)

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Se ha puesto de moda desconfiar de los recuerdos. De pensar que todos son fiables al extremo contrario: la memoria está loca y no se puede confiar en ella ni tanto así. No hay tontito que no se apunte al ‘falso recuerdo’y eso da idea del prestigio que, gracias a ciertos periodistas, tiene actualmente la divulgación científica.

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Aquel que tiene algo contra ti y es capaz de decírtelo a la cara está manifestando, al tiempo que su rechazo por algo concreto, el respeto que te tiene. Y por lo mismo él también es respetable pues, además del valor para enfrentarse contigo, permite que te defiendas.

Quien lo hace desde la página impresa, libro o periódico, no sólo es pérfido porque lo hace sabiendo que no puedes contestar desde el mismo estrado y altura sino que es tan cobarde y rastrero como el que dispara su rifle a un niño con una piedra.

Hoy esta clase de gente goza de impunidad porque el humanismo es mercancía literaria de bajo precio pero, si un día vuelve a valorarse, tales sujetos ocuparán la casilla que les corresponde.

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Entretenido el libro de supuestas memorias de LeCarré, tanto como una de sus novelas de espías. El retrato del padre es memorable, para mí lo mejor. La madre, como debió ser en la vida real, es un personaje desdibujado, que apenas emerge de un fondo impreciso. Y lo interesante es justamente lo que no cuenta pero permite adivinar.

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Napoleón muy cabreado por no ser nadie para su ayuda de cámara y, menos todavía, para Josefina. El Gran Corso en pelota, tal vez soltando ventosidades y roncando, quién aguanta eso por muchas batallas que gane. Ahora bien, con el sobrio uniforme, el caballo blanco y pintado por Meissonier la cosa cambia mucho.