Lo que el mal emprende

 

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Era delgada, muy bien vestida, teñida de un rubio perfecto e impecablemente maquillada. La mujer ideal para un gran ejecutivo norteamericano. Él era muy alto, inmenso, como un armario con las puertas abiertas, con sobrepeso y gorra de fly fisherman a todas horas menos en las cenas que daba mi amigo en el jardín.

Se estaba retirando del trabajo en una gran empresa, una de las que pueden arruinar países al tiempo que forran a quienes los gobiernan. Un caimán, por decirlo de una sola vez. Pero era muy simpático, de agradable trato y aficionado, como yo lo era entonces, a pescar truchas.

Un retrato de matrimonio plantea algunos problemas de composición si no quieres que queden pasmados estilo ‘gótico americano’ pero hay muchas posibilidades. Se empeñaron en que mi amigo apareciese en el retrato y eso sí que complicó las cosas: no puedes pintar juntos a dos hombres y una mujer porque se presta a toda clase de extrañezas. Decidí que utilizaría como escenario la terraza de su casa, ella sentada a la izquierda en primer plano (tres cuartos) y los dos hombres en un plano medio, junto a la barandilla, mirando el paisaje en una dirección que mi amigo señalaba con el brazo extendido hacia su propia casa, en un paisaje que –siendo verdadero en sus partes– era imposible desde el lugar en el que ambos se hallaban.

Esbocé la idea, la expliqué y gustó. Dibujé todas las partes que podían resultar complicadas (todavía conservo algunos dibujos, así como la cabeza de ella, pero el mejor de todos –la cabeza de mi amigo fallecido– la pidieron con tanta insistencia que voló a Norteamérica) y vinieron las primeras sesiones del natural, en mi estudio, uno por uno. El lienzo era grande pero había juventud y ganas.

Eran coleccionistas de arte y tenían en su casa, en su país, obras de Picasso, Bacon, Moore y otras firmas que he olvidado. Qué honor para mis treinta y tantos años de entonces.

Cuando estaba pintándolo apareció por casa el fotógrafo Koldo Chamorro, rip, y estuvo haciendo fotos mientras trabajaba.

Ella había recibido como regalo de compromiso un anillo que perteneció a Catalina la Grande y deseaba lucirlo en el cuadro. No hubo forma de hacerle entender que para mí eran tres pinceladas (medio tono, sombra y brillo) y que tanto daba que hubiera pertenecido a la protectora de Voltaire como a una de sus criadas. Mi hija L., niña muy pequeña entonces, decidió tomar cartas en el asunto y mientras yo descansaba subió al estudio, tomó mi paleta y pintó media mano (ya casi terminada) de amarillo. Todo por ayudar a su querido padre. Por suerte la pintura estaba bien seca y pude limpiar el enorme ‘anillo’ con poco esfuerzo.

El cuadro tardó varios años en terminarse porque sólo pasaban aquí un mes en verano y en ese ínterin a él le entraron ganas de pescar truchas y me lo llevé a la serranía de Cuenca, al Júcar, al Escabas y al Alto Tajo.

(continuará)

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Fuente de escorpiones es mi mente, mas no te inquietes pues lo que el Mal emprende con el Mal se refuerza.

Lo he anotado sin más pero seguro que lo dice Macbeth.

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Dice una experta en arte moderno, ante la tremenda pregunta de cómo entenderlo, que no es necesario entender nada, ‘como no hace falta entender una canción’ (sic).

Alguien dijo también que no es necesario entender el canto de los pájaros para que te guste. Depende, Mozart hubiera podido transcribirlo a notación musical sin el menor problema. Los hechos pueden ser inteligibles para algunos.

No, señora: hay que tratar de entender. Lo peor, para su argumento, es que el artista trabaja mejor cuanto mejor entiende lo que hace, sus causas y efectos, sus porqués.

La pintura puede ser hecha para la pared o para hacerse preguntas, seguramente irracionales. En el momento de pintar se deja a un lado lo que se sabe para entrar en el viscoso mundo de los sentimientos, del dejarse llevar, para trasladar la vida al lienzo por medio de la forma, que los espectadores reconoceremos como honesta o tramposa.

El problema de todos los que han hecho del arte moderno su medio de vida es que ya no distinguen lo bueno de lo malo salvo cuando alguien conduce su opinión. Y ese alguien suele tener intereses contrarios al espíritu, o sea monetarios.

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Para entender a un artista tiene mucha importancia lo que pinta pero, sobre todo, cómo lo pinta. Y tanta, o más, lo que no pinta.