Campo de interés

 

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El triple retrato con paisaje, urbano y campestre al tiempo, ya estaba a punto de acabarse. Faltaban pequeños ajustes que hay que recuperar para amarrar del todo el parecido, un paso crucial para el retratado y no tan interesante para el pintor, más atento por lo general a la construcción de la cabeza, la composición y armonía formal de las partes que componen la obra.

Pero te pagan por el parecido y hay que aplicarse a ello por mucho que sepas que, en unos años, lo que va a quedar es cómo se ha pintado. Velázquez y Rubens retrataron a Felipe IV y en ambos retratos, bien diferentes, distinguimos los rasgos característicos del Austria. Rubens lo idealizó –estoy seguro aunque no pueda saber cómo era de verdad el rey– mientras Velázquez, utilizando el punto de vista para disimular las fealdades más notables, fue más riguroso en la descriptiva. Lo cierto es que el pintor sevillano cedió el lugar gustosamente –era un joven pintor frente a un gran maestro– para que la idealización rubensiana ocupara el lugar preferente.

Así que con la pintura bien seca y el ánimo dispuesto para terminar el trabajo esperaba el mes de Agosto para hacer esos pequeños ajustes, firmar y cobrar. Por fin, el amigo común me llamó para que fuera esa noche a cenar a su casa: los retratados ya estaban aquí.

Cuando se retrata a alguien terminas por conocer hasta el más leve detalle de su anatomía. Podrías reproducir de nuevo los rasgos de memoria, cierras los ojos y te los representas cabalmente. Dicen los bodegonistas que ocurre lo mismo en ese otro género. Con el paisaje no, sólo eres capaz de reproducir de modo creíble generalidades y no detalles que –cuando pintas de memoria– son más bien fruto del razonamiento y el oficio.

Apenas saludé sabía que no podría cenar tranquilo aquella noche. ¿Qué había pasado con mis modelos? Él se había puesto a dieta rigurosa y había eliminado por completo la panza. Peccata minuta, eso se ajusta con facilidad. ¿Y ella, qué se había hecho en la cara? Me lo contaron con detalle: había pasado por el quirófano y le habían raspado la nariz, hinchado los labios, estirado la cara toda y algo muy raro había ocurrido con barbilla, mandíbula y pómulos.

Aquella no era la persona que estaba en mi cuadro. Era otra y lo hecho no servía para nada, aparte de cuatro medidas generales y básicas.

Cometí un tremendo error: pour faire plaisir y porque necesitaba el dinero (el retrato estaba muy bien ajustado de precio) no me sublevé allí mismo. Estaban ufanos, se sentían estupendos y lo habían hecho por mí, para poder pasar a la posteridad –qué cosa– con su mejor aspecto. ¿Qué hacer ahora?

Al día siguiente, con un cabreo que me subía por las paredes, ajusté la figura del marido. A mi amigo no había que tocarlo: tenía barriga y le importaba un bledo aparecer con ella. Modifiqué líneas y, aunque para un pintor resulta siempre molesto y hasta doloroso borrar de la obra aquello que sabe que está bien pintado, pinceladas y tonos de los que me sentía satisfecho se fueron al limbo de las pinturas fallidas. Comencé a sentirme mal con la obra y a tomarles manía a los paganos. Finalmente borré la estupenda cabeza que me había salido, cubrí el área con albayalde y un tono grisáceo para recuperar imprimación y la hice posar de nuevo.

Se fueron sucediendo las sesiones y tenía que poner todo mi empeño en no resultar antipático o hacer algún comentario desabrido. Me refugié en las medidas, en los datos objetivos y quedó una cabeza fría, parecida pero sin el alma de la anterior. Ya no era capaz de encontrar el hilo con la persona.

La obra se acabó, la cobré y quedé completamente asqueado. Me juré que nunca más aceptaría un retrato de encargo. En adelante, si pintaba a alguien, sería porque me apeteciese hacerlo.

Es un final triste para un cuadro del que esperaba mucho pero el verdadero final fue más triste todavía. Unos años después cierto pintor viajó a la ciudad en la que mis retratados tenían su casa y donde estaba colgado el retrato. Contó que el cuadro había sido convertido en tres: el personaje femenino por un lado, los dos hombres por otro y aún había dado para un paisaje. Toda la cólera que retuve en su momento saltó entonces y escribí –me escribieron porque mi inglés no daba para tanto– una carta exigiendo explicaciones. La respuesta, breve y lacónica, venía a decir que el cuadro estaba pagado y hacían con él lo que les petaba.

Acostumbrado al respeto por los derechos del autor me fui a consultar con el abogado que llevaba entonces los asuntos de su oficio a una sociedad de artistas. Y su respuesta fue desoladora: en Norteamérica el dueño de la obra, –en todo el sentido de la palabra ‘dueño’–, es quien la ha pagado y puede hacer con ella lo que le parezca, incluso pegarle fuego si le da por ahí. Una vez vendida el autor renuncia a cualquier derecho sobre ella. Hace de esto muchos años e ignoro si las leyes han cambiado. Por edad, él ya habrá pasado a mejor –o peor– vida. A ella, bastante más joven, volví a verla años más tarde y ya me daba todo igual. En definitiva era una buena persona, una chica atractiva del Medio Oeste, veterinaria, morena, amante del campo y de las vacas, que conoció a un caimán de los negocios con una idea de mujer en la cabeza y fue modelando a la persona real hasta que terminó por encajarla en el perfil. Por entonces, cuando volví a verla, su belleza física estaba de retirada, tomaba antidepresivos a puñados y se la veía infeliz.

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Muy bien la novela reciente de Martin Amis, La Zona de Interés. He leído muchas novelas a lo largo de los años pero hace ya un tiempo que sólo disfruto con unos pocos autores. En general las novelas me cansan, la ficción me aburre y pronto, si no me engancha lo narrado, termino por alejarme de su lectura.

Suele decirse que hay ciertos temas de los que resulta imposible seguir escribiendo, tal nuestra Guerra Civil, los campos de exterminio, los nazis. Cualquiera que se plantee escribir un libro, hacer una película o cualquier otra cosa con estos temas debe atarse muy bien la correa y pensar seriamente si tiene algo que decir que pueda interesar a alguien más que sus deudos.

Amis monta su historia en un campo de exterminio, de nuevo –como en La Casa de los Encuentros–, y traza unos personajes que resultan apabullantes por la densidad que poseen y el modo en que se producen. No esquiva el horror –cómo podría hacerlo–, lo mira desde varios puntos de vista, en función de quien lleva en ese momento la narración de los hechos. Meterse ahí, entrar en semejante avispero, transitar por senda con tal aglomeración de viandantes y salir con una novela tan buena pueden hacerlo Amis y unos pocos más. No se trata de escribir bien, de construir soberbiamente el artificio, sino de tener un talento literario que chorrea en cada página, un punto de vista personal e interesante sobre cuanto toca, y convencer al lector de que no hay distancia entre la vida y su narración.

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Todo lo que se ha hecho en pintura y escultura desde planteamientos de los propios pintores y escultores puede seguir mirándose con interés. Lo que se ha hecho desde postulados teóricos y desde la hegemonía de los críticos termina en mercadería de temporada.