Susana contra los viejos

 

 

La mayor belleza es la juventud misma. Cuanto eres joven no puedes entender el tema de Susana y los Viejos. O lo entiendes al revés: unos viciosos pasados de arrugas corrompiendo con los ojos la tersura nacarada de la inocencia juvenil. Una seria advertencia bíblica del mucho pecado que se puede esconder en los ojos lacrimosos de los ancianos.

Hasta cierta edad no tiene mayor importancia admirar la belleza juvenil porque todavía te consideras un igual aunque pudieran, por edad, ser tus hijos. El primer síntoma de que te vas despegando es que comienzas a volverte invisible. Es como si lo fueras de verdad: ven a través de ti, eres incorpóreo. Un amigo que fue guapo y con éxito entre el sexo opuesto me lo decía, dramáticamente, hace unos años: ya no me ven, me he vuelto transparente.

El caso es que este cuadro del Guercino que está en El Prado me causaba mucha admiración en mi juventud. Primero porque me gustaba cómo está pintado: el contraste de la nieve y mantequilla del cuerpo de la muchacha con la turbia sombra de los viejos. Mi partido era la chica, indecentemente observada en su naturaleza. No me castiguen: hoy voy con los viejos, admiradores irredentos de una juventud que, en ellos, ya fue y no será más. No hay líbido sino amargura. No estamos ante una manifestación de Eros sino de Tanatos.

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Unos patanes se lían a tiros de escopeta con botes de pintura colocados delante de un lienzo en blanco. Si el dripping de Pollock vale deben suponer que lo suyo también, aunque falla lo esencial: una Peggy Guggenheim y alguna leyenda para contar.

Se ponen pingando de pintura y terminan vendiendo las obras por 40 dólares. A cambio de no cobrar millones se lo han pasado bomba y ahorran tener que suicidarse.

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Aquellos a quienes les fastidiaron la vida suelen pensar que ya les llegará el momento de poner las cartas sobre la mesa y desenmascarar bellacos. Resisten dándose ánimo: ‘El día que yo cuente cómo fueron las cosas, se van a enterar”.

Lo he vivido de primera mano en un anciano afrentado. Las intrigas de unos cuantos truncaron sus aspiraciones y tuvo que conformarse con vivir como pudo, en lugar de aquello para lo que estaba dotado.

Poco antes de su muerte le llegó poder hablar en forma de premio importante, de los que dan motivo para entrevistas. Tanto avisar de que un día lo contaría todo y cuando llegó el momento se dio cuenta de que no tenía nada que contar: los bellacos habían muerto y la generación que le dio el premio no estaba interesada en peleas ocurridas medio siglo antes.

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Mantener las cosas separadas. Llevo toda la vida haciendo fotos y desde el comienzo fui consciente de lo poco que tienen que ver con la pintura.

Si en un principio los fotógrafos imitaban a la pintura ahora hay pintores que imitan a la fotografía. Y al público, vendedores y compradores, les gusta. Echan mano a la cartera y pagan por ello. Hay que verlo como lo que es: un homenaje pintoresco a la patanería, al triple salto mortal, al más difícil todavía, al ‘mira, mamá, sin manos’.

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Resulta desagradable, y muy irritante, que todos los acatarrados, griposos y asmáticos decidan ir al mismo concierto que tú.

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La belleza de los arrozales. Grullas triscando, niebla que se levanta, lampazos de un verde cinabrio claro y por la tarde grandes cúmulos dorados contra un cielo azul tierno.

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El separatismo es una profesión como en su día lo fue ser etarra. En el aprendizaje de las armas y las tácticas criminales ponían ilusión y ganas pero después se funcionarizaban y no les iba mal en el refugio del norte.

Si se les secaran las fuentes y santuarios, como se hizo con ETA, el retorno al orden no se haría esperar.

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Ahora que todo está consumado dice el pendejo esto y lo otro de Cuba, que ya yo, yo ya… Vamos, que hay gente que estuvo contigo y lo recuerda: te daba miedo andar por las calles, tan oscuras y con tanto negro; fuiste a los cuatro sitios para turistas y te pasaste la mayor parte del tiempo encerrado en el hotel.