Pasar a limpio

 

 

Piensa el ladrón… etc. No escribo para nada que tenga que ver con celebraciones o descubrimientos. Estas notas son mi ventana al exterior y me permiten salir de las rutinas propias del día a día, tanto como de la vida en un medio pequeño. A ciertas edades no se espera a nadie y nada hay que celebrar. Lo mejor que podría pasarme es seguir como estoy, algo geométricamente imposible.

Me resultaría muy triste que el lector de mis notas acudiese –y son gratis– buscando chismorreos. Entiendo que, para algunas personas, los chismosos puedan tener interés pero no es mi caso. En la vida los chismorreos van por categorías: qué tenía que decir Churchill sobre la cumbre de Malta es asunto de máximo interés; que el escritor X se meta el dedo en la nariz, no.

Lo que aquí anoto es parecido a lo que se pone en una libreta de sucio: cosas que piensas, que recuerdas o llaman tu atención. Como toda libreta de sucio ganaría pasándola a limpio. Si hay algo efímero es la actualidad: el tiempo suele dejarla sin hueso, como a las ocurrencias. Me agrada pensar que, un día más o menos lejano, tendré tiempo de imprimir todo y tomar el boli de tachar y corregir. Sería estupendo pero no me hago ilusiones pues siempre hay cosas más interesantes delante. Como sugiere mi amigo F huelo a póstumo. Y añado que si hay algo en lo mío que valga la pena mirar o leer ya se defenderá por sí mismo, sin amigos ni muletas.

Escribo porque siempre lo he hecho, desde niño. Como leer. No entiendo la vida sin leer ni escribir y, en algunas épocas, hasta me han publicado papeles tan heterogéneos como mis intereses.

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El autor de ‘Almas de violeta’ tuvo tanto éxito en ocultar el apellido materno –Mantecón– que conocerlo es asunto de especialistas, o casi. Imaginemos la portada: ‘Platero y yo’ por Jiménez Mantecón. Baja mucho.

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Estos días se habla del cantante Dylan. Algunos recordarán que, hace años, cantó en Mérida. C. fue su cicerone y desde entonces no lo soporta. Quiso enseñarle la ciudad pero no estaba interesado, quiso llevarlo al teatro romano –donde cantaría esa noche– y le dijo que ya había actuado en muchos teatros y que le daba igual cómo fuese. Imagino a C. conteniendo la rabia hasta que explotó: ¡Y yo he conocido a muchos gilipollas, pero como tú ninguno! Supongo que al cantante Dylan también le resbalaría.

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No tenemos al presente una explicación razonable para la labra de piedras duras (granito, basalto) en épocas anteriores al invento del acero. Lo blando no puede labrar lo duro sino justo al revés. Lo igual labra lo igual por desgaste mutuo, cierto, pero hay cortes y detalles que dan mucho que pensar.

No nos pongamos misteriosos: tal desconocimiento, así como la evidencia de la perfección en la estereotomía del tallado, no debería llevarnos a adjudicarles el trabajo a viajeros de otros planetas o pobladores del mundo con tecnologías fuera del tiempo, aunque se comprende la tentación. No podemos explicarlo pero sólo porque nos faltan los argumentos que algún día tendremos.

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Que Alejandro González Terriza es un gran poeta no es novedad para quienes lo venimos leyendo. He dejado pasar voluntariamente la polvareda que siempre levanta un nuevo libro para no celebrar la celebración. Tengo el libro conmigo, quiero decir muy cerca, desde que salió. Me falta la dedicatoria del amigo pero, estando al lado (Alejandro es profesor de lenguas muertas en Navalmoral), será fácil de arreglar.

Me gusta el libro entero. Es una obra redonda, bien acabada. Yo, lector, la percibo así aunque su autor, que sabe de costuras que yo ignoro, conoce dónde aprieta. Pasa también con los cuadros: el autor está en ellos desde el lienzo blanco y sabe de los tirones que ha debido dar hasta la firma.

Este, por ejemplo:

XI Dónde están las llaves

Hay algo de siniestro en la conducta

de un virus que se afirma y se replica, 

de un verso que organiza sus acentos

o un sentimiento ya cicatrizado.

Seguir es arrastrar lo que nos queda:

maletas somnolientas en la lluvia,

y el párpado capaz de endurecerse.

Vivimos, y eso es todo, siendo nada:

las llaves de una casa abandonada.

O este otro, de ‘Juegos en corro’:

I. Carta a los Reyes Vagos

No sé qué regalar a mis polluelos.

¿Una orquesta sinfónica? ¿Un verano?

¿Un delfín con su océano de almíbar?

Saco pecho: les compraré una voz

con que sepan llamar a lo que es bueno,

un dios fecundo en bromas, un altillo

con vistas a la ingravidez del sueño.

El libro se titula ‘El agua siempre encuentra su camino’ y lo publica la Editorial Renacimiento, de Sevilla. Háganme caso y léanlo.

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Ser buen cristiano es lo más difícil que conozco. Otras religiones tienen el Talión, las dietas meditativas o el derecho de conquista. El cristiano tiene la obligación de poner la otra mejilla. No es fácil porque va contra la naturaleza toda: lo propio es golpear con más fuerza. O que te adelantes al golpe y utilices la ‘agresión preventiva’. El cristiano está obligado a convertirse en víctima, en sujeto paciente de la agresión. No se explica que una religión que hace del sacrificio su razón de ser se haya extendido tanto, pero algo tendrá el vino cuando lo bendicen.