Más cornadas da el tiempo

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En desacuerdo con la idea que apunta Houllebecq sobre el hecho de que los ricos actuales sólo quieren ser más ricos y vivir tranquilos, al contrario que los aristócratas que, además, pretenden ser diferentes. Se entiende que una novela se pinte con brocha gorda, hay que matizar.

Los aristócratas tuvieron, en el origen, a los mejores cazadores y guerreros, aquellos que aseguraban la comida y la defensa del territorio. Eran cualidades beneficiosas para el grupo que no podían quedar sin reconocimiento pues era mucho lo que estaba en juego. De cazadores y guerreros salen los reyes, y de los artistas los sacerdotes: quien puede trazar la silueta del bisonte en la oscuridad de la cueva con un tizón –sacándolo de la nada aparente– es muy probable que pueda comunicarse con el Espíritu.

Con el tiempo los cazadores terminan en deportistas y los aristócratas –aclarado que su sangre es igual que la nuestra– en hombres de negocios los más hábiles y en golfos distinguidos los inútiles. Los artistas han ido pasando de lo numinoso a lo conceptual. Lo suyo ahora es el terreno de lo innecesario.

En cuanto al rico moderno, un atributo que abarca desde el banquero al magnate de la pornografía, no es cierto que sólo quiera ser rico sino que aspira a formar parte de una aristocracia nueva y bastante ordinaria.

Que no se pierda un detalle esencial: ya no tenemos claro que la actividad de estos caballeros beneficie al grupo.

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Sí tienes miedo coge pinceles pequeños.

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El campo extremeño no se puede concebir sin el sommier y la bañera. Puerta, abrevadero… son tan útiles.

El artista Vostell no se percató de la importancia de estos dos elementos reciclados y su trascendencia en el paisaje. Tal vez por ello no les rindió el tributo artístico que merecen.

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Es tan hábil pintando el detalle que podría competir con una fotografía de alta definición. Olvida sus temas rotundamente comerciales (cosas del Far-West) y mira el desgaste de la silla de montar, el brillo del uso, qué derroche.

Harto de indios y vaqueros, miras un paisaje y todo pincha, incluso las nubes. Tiene un bodegoncillo con dos peras y tampoco son comestibles.

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No creo que el fin de la pintura figurativa sea la representación minuciosa de la realidad –aunque la credibilidad resulta imprescindible– sino el alma que anida en las cosas.

Reviso lo dicho y me doy cuenta de que una expresión tan ambigua como «el alma que anida en las cosas» puede rebotar y darme en la sien. Podría formularse de un modo más propio de la antropología, apelar a nuestro pasado como especie y a las impregnaciones de la realidad necesarias para la supervivencia. Hay mucho escrito en esa clave y resulta convincente aunque no nos sirve para aclarar el bisonte de Altamira.

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Pobre pueblo cubano, ya no le queda nada por vender salvo los cuerpos. No tardará en llegar el capitalismo y de las esperanzas revolucionarias no quedará más que el fracaso, la inutilidad y la vergüenza.

La frase no es mía. La pongo porque es un reflejo fiel de lo que sientes allí y para que no se pierda.

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Mira si estaba mal visto que te gustase Sorolla que un pintor reputado de cerebral regaló a un mecenas un libro sobre Sargent con el comentario de «si le gusta Sorolla es mejor que vea algo de Sargent». El pobre no sabía que el pintor norteamericano era gran admirador de nuestro mejor luminista.

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Dice alguien que se gana la vida con esto:

«Tenemos la falsa impresión de saber, por ejemplo, qué nos dice Velázquez con Las Meninas. Pero en realidad lo que vemos es la representación de las figuras y la técnica del autor». «No reconocemos el valor artesanal porque es un elemento secundario». Porque en este arte impera el componente conceptual «y así es como debemos abordar la obra, porque al igual que la música es algo abstracto».

Vaya empanada… de conceptos. Claro que, en Las Meninas, lo que vemos es la representación de las personas (figuras son cuando están pintadas) y la técnica del autor. Malo sería que Velázquez, además, hubiese enjaulado a los representados pues habría que llamar al exorcista de inmediato. Y tal vez no sepamos nunca con exactitud, porque es imposible, lo que Velázquez tuvo en la cabeza mientras pintaba este cuadro pero sabemos bastante de lo que nos quiso decir. Por ejemplo, sabemos que cambió varias veces de opinión y alteró figuras que ya estaban terminadas o a punto, sabemos que no estaba demasiado cómodo con su autorretrato y lo repintó un par de veces, sabemos que Maribárbola jamás sujetó un anillo con los dedos –como opina Mena equivocadamente–, sabemos que la interpretación habitual no es acertada, que el programa iconográfico tras la obra es bastante más elaborado que la representación de un momento temporal, sabemos… en realidad no sabemos lo que esta mujer –la que vive de esto– sabe o no sabe de Las Meninas. Tal vez le aburran.

Afirma que el valor artesanal no debe reconocerse porque es secundario en la obra de arte. Caray, qué afirmación tan aguerrida. Entiendo que llama «valor artesanal» al oficio de pintar, en la misma medida que –admirando una silla estilo Imperio– podría separar (¿podría?) el diseño de la realización. Qué tremenda ingenuidad. Para esta forma de pensar el arte, de un Van Eyck (los Arnolfini, por ejemplo) hay que descontar la tabla de nogal, el aparejo de imprimar, el dibujo subyacente, las capas de color y el barnizado final. No sabemos dónde se nos quedaría Van Eyck sin todo eso pero, en la lógica de estas cabezas pensantes, parece posible e incluso saldríamos ganando.

Resulta conmovedora la fe que ponen en la evolución darwiniana aplicada al arte. Siguiendo su fantasía toda la historia del arte tiene sentido si termina en el llamado «arte conceptual», la forma artística más depurada pues es el resultado de haber tirado por la borda todo el lastre que acompañaba, inevitablemente, a los artistas durante siglos.

No sé por qué entro en esto: no solo es provinciano el debate sino tremendamente anticuado. Basta.

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Desde lejos pasa lo mismo que con las montañas en el horizonte: parece que toda su altura está en el mismo plano. Subes hasta lo más alto, la veleta, y si te lanzaras al vacío pegarías un porrazo en la cubierta siguiente, que está cuatro o cinco metros más abajo. Un tobillo roto.

Vas a la cornisa. Las personas que caminan por las calles se ven chiquitas. Miras los tejados –un jaleo de direcciones, planos y perspectivas–, una mujer que sale a la terraza de su casa y comienza a barrer. Desde aquí hay mejor caída: unos ocho metros, no más, hasta la cubierta siguiente. Los dos tobillos rotos y tal vez algo más pero –salvo que haya muy mala suerte– difícil que te partas la crisma. En silla de ruedas el resto de tu vida, bastante probable. Lisiado, desde luego.

Por mucho que estires el salto no llegarías a la calle, que es donde seguramente te matarías.

Hay que dejarlo y volver a lo corriente. Como es invierno apenas vuelan pájaros y la sombra descomunal del templo mantiene la calle aterida. La tristeza de las calles sin sol.

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