Desaparece en la niebla

 

 

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El virus griposo incita a escribir, como la mesa camilla. Es contraerlo y entran ganas de ponerse a juntar letras, a ver si sale un novelón de mil páginas o un diario de ochocientas, que da menos fatiga. No hace falta papel ni tinta, que era lo primero a preparar.  Cansaba tanto comprar un par de tacos de quinientos folios que terminaba ahí el intento. Conservo todavía mazos de papel Clairefontaine algo cremoso, que era el que me gustaba para escribir a mano. Era tan bueno que también servía para dibujar a lápiz o tinta y por ello me hice encuadernar unos libritos de apuntes, que a saber lo que contienen.

Pero estoy aquí. En el pueblo, un día fresco y alegre de primavera que mueve a pasear. El virus gripal, tan aficionado a la escritura, me ha puesto en la mesa camilla y a ver qué mejor cosa se puede hacer que juntar letras. Leer, sí, pero ya lo hago y hay que respirar.

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Comentaba ayer con un amigo: me está gustando ‘La batalla de Stalingrado’ de William Craig. Conocemos lo sucedido, los aciertos y errores de cada bando y también el horror de lo que allí pasó. La eficacia del 6º Ejército de Paulus, la imposible defensa de Yeremenko, el papel del comisario Kruschev, Zhukov y el resto de personajes, el coste en litros de sangre y el final de la batalla tal vez más terrible que hayan librado hasta ahora los seres humanos. Beevor lo ha contado tan bien que resulta difícil prestar atención a otro libro sobre el mismo asunto.

Hacía falta que alguien adoptase un punto de vista diferente, ateniéndose a los hechos. Viajar allí, conocer el escenario –detalladamente– y entrevistar a muchas personas sin relevancia histórica que fueron actores del drama. El libro tiene la fuerza que sólo ofrece la realidad: mapas y fotografías son imprescindibles pero queremos saber cómo vivieron aquello la gente como nosotros. Hay que trabajar mucho para poner en pie esos cientos de entrevistas que añaden los toques justos para que estemos en la narración de hechos y no en su novelización. Y sin embargo, todo es literatura, hace falta buen pulso de escritor para no aburrir con la transcripción de datos. La descripción, –breve y seguramente muy ajustada pues la realidad ‘huele’– del momento en el que los tanques Panzer de Paulus arrancan motores al unísono, con la eficacia de la maquinaria alemana, en un amanecer radiante de luz y el rugido llega hasta la ciudad –todavía en la bruma– sobrecogiendo el ánimo de sus habitantes, está trazado por una mano muy diestra.

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Harto de la pintura que aspira a fotografía. Y con la entrada masiva de pintores chinos educados en la figuración occidental adoptada por el ‘realismo socialista’ todavía más. Si aspiras a hacer una foto pintada sería mejor que no nos fatigues con el pincel del doble cero y hagas directamente una foto. En la pantalla del ordenador apenas se nota.

Hay un público en Norteamérica muy conservador que añora y compra cualquier cosa que tenga que ver con el Far-West, indios, caballos, vaqueros, fogatas bajo la luna y el resto de imaginería acuñada por la industria del cine, que está haciendo de oro a estos pintores formados en la cartelística comunista –y se les nota– pero que tienen los conocimientos necesarios para poner en pie cuadros de gente disfrazada.

Si la justificación del realismo fotográfico es la ‘habilidad’ –el circo, que decía el pintor Z.– por qué no, qué tiene de malo un cow-boy dormitando bajo una chumbera.

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Se nos pedía que fuéramos genios y que nos reinventáramos cada temporada. O al menos que tuviésemos comportamientos genialoides. Sólo era posible lo último y ahí tenemos la Movida.

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Por mucho que aspires en tu juventud a la grandeza el tiempo no sólo te dará tu verdadera medida sino que te obligará a aprender por la fuerza que el primero de los instintos es sobrevivir.

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«A Dios no le interesan las historias, le interesa la verdad» le dice un sacerdote a Jackie Kennedy. (Es cita ofrecida por un amigo). Hay preguntas que hacerse. ¿Puede alguien contar la verdad sin crear una historia? Lacan –vade retro, Lacanás– dijo por algún texto que el inconsciente se configura verbalmente y sólo puede hacerlo así (esto último no estoy seguro de que lo dijera, han pasado muchos años). En cualquier caso es cierto que no podemos verbalizar ideas sin otorgarles una construcción sintáctica y, si necesitamos salir del monosílabo, hemos de construir historias. Relatos, dicen ahora.

En ese párrafo la interrogante es Dios pues sólo él podría ir más allá de nuestro subconsciente y palpar en el magma de las sensaciones primarias la verdad de lo vivido. Contar historias, crear relatos, forma parte de la condición humana, quizá sea parte de la maldición del Paraíso.

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Viene durante el sueño. No hubo circunstancias favorables para el último abrazo y la historia quedó colgada, pinzada en narraciones de terceros.

El cielo estaba gris y bajo, cubriendo en parte encinas y robles. Una mañana húmeda de invierno en Extremadura, el pasto verde y el duro suelo esponjado. Llovía despacio, calabobos que es la lluvia que mejor empapa la tierra, el sueño del ganadero. Eso era en su hondo primordial, donde la razón termina.

La lluvia hacía correr arroyos entre pizarras. El amigo debía regresar y allí nos paramos, con alguna tristeza. Me indicó que lo dejara solo, que no podía acompañarle más y nos dimos las manos en un apretón firme. Después se fue bordeando la corriente hasta desaparecer del todo en la niebla.

Pido perdón por el final, uno no controla los sueños.

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