Dejarla como está

 

 

Unos vídeos de músicos callejeros me hacen pensar en lo endeble que es la fama. No me preocupa personalmente pero, como el dinero, facilita mucho las cosas. Es un proyecto que debe estar haciendo alguien y cuelga los vídeos en la red. Son músicos sin nombre, me parece, y alguno puede ser un ‘sin techo’ o casi.

No hay diferencia de calidad entre ellos y otros que todos conocemos, hasta puede ser que lo hagan mejor y más honestamente. Si tienen que vivir de las monedas que la gente echa en sus capillos o sombreros las razones hay que buscarlas en sus vidas.

Una amiga conoció a Dylan y pasó un día con él mostrándole los encantos de una ciudad. Cuando le pregunté qué tal era como persona me dijo sin más: ‘un gilipollas’. Probablemente sea una apreciación incorrecta y, por la razón que sea, el divo tuvo un mal día, no le cayó bien mi amiga o vete a saber. No somos iguales para todos, nos plastificamos en relación a quien tenemos al lado. Por eso podemos ser tan peligrosos.

La pregunta es si prefieres que Dylan te cuente su vida o te la cuente uno de estos músicos de la calle. Dylan no tiene novela, los triunfadores nunca la tienen ni enseñan nada (de lo que podrían contarte con interés –cómo llegaron a ser quienes son– nunca hablan) mientras que una persona que canta o toca así y termina en la calle seguramente tendrá mucho que decir

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Ser cristiano es lo más difícil que existe. Amar al prójimo como a ti mismo es un reto de tal magnitud que sólo algunas personas santas lo consiguen a ratos. El prójimo abstracto es fácil de amar, el que huele bien, el pobre bueno que se toca el pecho con la barbilla, la humanidad toda vista como ente, pero amar al alcohólico apestoso que te ofrece una mano que asquea, al vecino faltón, al que va a por ti, al suavón que se da golpes de pecho cada día y tú sabes que es un hijo de puta, al caimán que quiere lo tuyo, a la araña venenosa, al que ha tratado de hundirte en la miseria… hay que ser muy hombre para eso y la mayoría no lo somos.

Matar o vengarse, las leyes antiguas, es fácil o deber ser fácil cuando abunda de tal modo. Es propio de religiones arcaicas, acompañantes de la conquista de la tierra y sus recursos.

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Todavía reconoce mi voz al teléfono. Su cabeza está más confusa, no recuerda que ha podido salir a la calle porque le han puesto una silla mecánica para bajar las escaleras. Por la noche miro su retrato juvenil y me acurruco en la cama con la cabeza ardiendo, sin saber.

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El jilguero está casi acabado. Hice una doble imprimatura y establecí los colores ‘muertos’. Pensé que podría resolverlo entero –es pequeño– en dos sesiones breves con secado intermedio pero van a ser tres. Hoy sábado por la tarde quedará probablemente listo. El pajarillo está acabado desde ayer, que pude dedicarle un rato. Contento con el resultado: podría volar, tiene bulto y está emplumado. Faltan unos detalles en la caja y la cadenilla que lo aprisiona. Mandangas necesarias para no equivocar al espectador. Lo pondré en casa si encuentro un marco de estilo holandés asequible.

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La joven de la perla reposa en espera de que llegue el lapislázuli para el turbante. Vermeer hizo la cama con cenizas de la piedra ultramarina y veló después con el pigmento puro, de más fino y transparente a más opaco en las sombras. Pero está por todas partes, también en las carnaciones, bajo el vestido ocre, en el cuello blanco y en el fondo. Lo de este pintor es serio: la pintura como joya, la ejecución como el tallado de un diamante raro. Y sin embargo se le cuartea la demi-pâte, señal de un manejo inadecuado de las capas: capa fina y muy secante sobre otra más gruesa de secado lento. Debió darle vueltas a la obra, insatisfecho, más artista que artesano.

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Cuando acabe con estas copias (el autorretrato de Velázquez –así lo creo hasta que me demuestren otra cosa–, el jilguero, la joven de la perla y un retrato de Hendrickje) terminaré el retrato de J. (hay que ponerle bastidor antes), seguiré el niño con el paisaje serrano y el bodegón de caza y pesca –qué complicado– y unos paisajes grandes.

Las copias son mi descanso de pintor, lo que hago cuando tengo poco tiempo y la cabeza cargada. Ponerte de rodillas ante una obra que admiras, frenar el ego y atarlo tan corto que casi no asoma –aunque siempre lo hace por algún rincón– es como echarte a nadar en aquel mar amalfitano suave y esmeralda, en la cala reservada con las plantaciones de limoneros en paratas descendiendo entre las rocas: un mundo terminado, feliz y perfecto. De nobis ipse silemus.

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Es blando y mal intencionado. Repite cinco veces lo mismo, se lo digo. Un solo argumento: morder y tratar de humillar. No puede porque choca con mi orgullo y hasta ahí hemos llegado, me da lo mismo quemar barcos o tirar de espada. Acabaremos como el rosario de la aurora, eso es lo más seguro. Puedo echarme a otro sobre las espaldas e intentar pasar el río pero no aguanto que me pique.

Me lo dijeron de jovencito y no hice caso: huye de los mansos, su cornada es la peor de todas. La vida me ha enseñado que es cierto: del tipo mansurrón y jabonoso huye como del propio diablo.

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Prodigioso técnicamente el cuadro de Sargent sobre el lago de alta montaña. Hay que verlo para darse cuenta de la fina percepción del pintor cosmopolita. Cómo traduce a pincelada lo que ve, qué exactitud en el tono y croma. Y qué banalidad de paisaje, qué falta de espíritu, qué ejercicio de habilidad circense.

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Rueda por el estudio una copia muy antigua de uno de los ‘paisillos’ de la Villa Médicis por Velázquez. Lo rescaté a tiempo. Es buena de factura pero inexacta de croma. La hice como hago todas: de foto. He explicado más de una vez que soy incapaz de pintar con gente alrededor, sólo tolero a la gata si no se pone llorona. No puedo irme a un museo a hacer las copias.

En el tiempo en que la hice, muchos años atrás, lo más que había era el libro de Ortega editado por Revista de Occidente. Las ilustraciones no eran fieles pero tal vez las hicieron en Suiza –que era el no va más– y tenían su armonía. En el Prado seguían los barnices sucios.

Ahora se ven los verdes de la azurita y la ancorca, con alguna laca vegetal (lo pintó en Italia) que se ha ido, igual que sucedió con las hojas de laurel de la cabeza de Apolo en La Fragua. Es decir, que fueron más verdes los cipreses y ahora son más azulados.

La decisión es dejarla como está o levantar el barniz y pedir al Prado una foto en alta resolución.

 

 

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