Un horizonte de perros ladra muy lejos del río.

 

Por estos días de calor agosteño mataron a Federico. Leo en algún rincón oscuro de internet: ‘La España fascista no pudo soportar tanta belleza’. Seguramente quiso decir ‘los fascistas españoles no pudieron soportar tanta belleza’ pues con la redacción inexacta todo parece más grave. Aunque lo correcto sería decir ‘unos cuantos criminales de ideología fascista mataron al poeta’.

Entre los fascistas españoles hubo muchos admiradores y amigos de Federico, comenzando por los hermanos Rosales, que lo asilaron en su casa y nada pudieron hacer ante la feroz manada fusiladora que se lo llevó con engaños. Pobres Rosales, pobre Luis, cargando sobre las espaldas la difamación y la calumnia de haber sido cómplices del crimen. Y Celaya, el estalinista Celaya, tuvo mucho que ver en la propagación de la mentira.

Ignora quien tal escribe que España se rompió violenta y trágicamente, que los mismos que escribían y polemizaban intelectualmente en La Gaceta Literaria de Ernesto Giménez Caballero se verían abocados a tomar decisiones tremendas para defender o imponer aquello en lo que creían y enfrentarse con personas a las que, poco antes, apreciaban. Prieto hizo cuanto pudo y estaba en su mano para impedir el fusilamiento de José Antonio. El asesinato de Federico horrorizó a todos cuantos, en uno y otro bando, apreciaban su poesía, su teatro, su labor en La Barraca y su persona.

A Federico lo asesinó una banda criminal que andaba bajo las órdenes de un gobernador civil turbio que, a su vez, seguía órdenes del nefasto Queipo de Llano. El crimen fue, en su momento, otra de las vilezas que se cometen en la retaguardia cuando de ‘hacer limpieza’ se trata. Un crimen pero con todos los agravantes del crimen de pueblo –Granada era entonces un pueblo grande–, del encono y la venganza, de la denuncia y la calumnia.

Durante años el comunismo internacional se esforzó en vender al mundo la idea del asesinato de Federico como ‘crimen de Estado’ con la anuencia de Franco, si no bajo sus órdenes expresas. Como tantas otras cosas de aquel período infame de la historia de España la ocultación, la vergüenza y la mentira galoparon a su antojo, con desprecio de los hechos. Los granadinos siempre supieron cómo y quiénes lo mataron, no había secreto alguno hasta que se quiso vender al resto del mundo un descubrimiento que tal no era. Con el tiempo los hechos se imponen. La cosa ha llegado tan lejos que el vendedor de secretos ha querido ir más lejos que los descendientes del poeta, quienes dan por bueno el enterramiento y se niegan a seguir escarbando la brecha. Pero el dinero, el jamón de Trevelez y el pescado de Motril son fuertes atractivos para los del amorre a la teta pública.

De todo el triste suceso me impresiona la carta del poeta, viajero en Cuba y frecuentador de la casa de los Loynaz, en la que trata de justificar literariamente ante los padres sus pocas ganas de volver a España, lo bien que se encuentra en la isla y el deseo de llegarse a conocer Santiago. Su destino no cumplía allí.

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Miro en un vídeo la desigual lucha de un lagarto y una serpiente. A favor del reptil de cuatro patas. De la serpiente me espanta y desconcierta que sea una cabeza venenosa prolongada hasta la cola.

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No puedes evitar que te cite un imbécil. Equivale a un insulto o algo peor.

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En la juventud es fácil creer en las grandes palabras. Lo joven es bello y reluce como la grupa de un potro pero camina con anteojeras para ver hacia adelante y no asustarse con lo de alrededor. Sólo de ese modo el mulo atraviesa desfiladeros y el joven pone su vida al servicio de estupideces.

Creíamos que el delito y la incultura eran hijos bastardos de la desigualdad: bastaría con corregir aquella para erradicarlos y alcanzar la paz. Faltaban unos cuantos factores en la fórmula, comenzando por el principal que es el humano. La patética insatisfacción ontológica que arrastramos, el ansia de libertad por encima de nuestros semejantes –a costa de ellos si hiciera falta– y la herencia criminal de nuestros ancestros.

En estos años hemos visto renacer –seguramente caricatura de algo terrible aún por llegar– cadáveres que parecían enterrados para siempre. Somos conscientes de que la irracionalidad nos lleva al crimen y su contraria a la tumba de las máquinas. Debemos mirar el fanatismo religioso como consecuencia de la sinrazón criminal que camina junto a nosotros desde el origen.

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La amistad, el amor, se destruyen definitivamente cuando estamos en condiciones de borrar todos y cada uno de los recuerdos felices.

 

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