Puerilidades

 

 

Pasó la Navidad en modo agridulce, como es costumbre a partir de cierta edad: nuevos integrantes de la familia e inquietud por los que están en trance de irse. Nada que no sea común.

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Siguiendo a Harari se puede decir que, antropológicamente, las ideas igualitarias derivadas del marxismo son el último legado del monoteísmo, en su vertiente cristiana. De ello la confusión en cabezas piadosas o, al menos, humanistas. Tampoco añade nada pues las personas de mi edad recordarán los viejos debates, previos a la Transición, entre las ideas marxistas y las cristianas, los curas obreros y el resto. Es fácil extrapolar la idea cristiana de que todas las almas son iguales ante Dios a la organización de la sociedad, mas no cabe extenderse sobre un tema tan manido: la evolución, que necesita de todos, no nos ha hecho iguales en cuanto a capacidad y dotación naturales. Quítale a un ser humano la expresión de sus capacidades y tienes una sociedad muerta que sólo responde al miedo. Resulta asombroso, por ello, que parezca lícito atacar a las religiones establecidas por lo que tienen de mito desde una posición cuyo anclaje es igualmente mítico.

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El mundo se ha llenado de artistas. En todas partes proliferan como hongos de dudosa comestibilidad. Llegan desde China, desde Rusia, Norteamérica los produce por cientos de miles cada año. Parece que hemos alcanzado la pesadilla de Platón: todo el mundo tiene algo que contar, pintar, esculpir o expresar.

La mayor parte de ellos son inanes, repiten lo sabido hasta el hartazgo. A la pretensión de no innovar, de que la innovación no es premisa necesaria, descargan cada año millones de obras intercambiables. No hay novedad: ya estaban aquí pero ahora son legiones. Más interesantes son los que han vuelto los ojos a la tradición, asqueados por la enseñanza universitaria de las bellas artes que consiste –en lo básico– en adoctrinar a los jóvenes en las modas del mercado moderno, es decir: en lo que interesa valorar a la docena de personas que mueven los hilos.

En ese contexto chinos y rusos están explotando el filón pues el realismo socialista –que criticamos tan duramente los de mi generación– exigió conocimientos tradicionales para formar adecuadamente a quienes después se vieron obligados a adoptar lenguajes pictóricos o escultóricos de escaso interés y baja o nula personalidad, que es lo que sucede cuando se fuerza al artista a bajar el listón para ser comprensible en su exaltación del sistema o de los nuevos dioses tiranos.

Pero –y aquí la adversativa– navegar en el arte tradicional es como hacerlo entre Scilla y Caribdis pues ¿de qué estamos hablando cuando apelamos a la tradición? ¿Somos capaces de ponernos de acuerdo en lo que tal significa?

Volver la cara al natural parece ser la respuesta más inmediata y, en cierto sentido, la razonable pues cada vez que el arte se ha perdido en las trampas del estilo hubo que enderezar la nave con ingentes dosis de realidad. Sin embargo el ‘uno es igual a uno’ no es posible en la pintura por razones evidentes: en la obra, además de la realidad, hay que hacer sitio para más cosas, todas ellas importantes: composición, organización de valores y colores que son, también, asunto compositivo, visibilidad, dominancia de unas zonas sobre otras, transiciones y otras derivas.

De modo que la supeditación absoluta al natural no es posible, como bien queda ilustrado en ‘El sol del membrillo’, la película de Erice sobre Antonio López, quien por cierto sabe manejar con mucho acierto lo que incorpora y lo que deja fuera, al punto de mantener inacabado lo que sabe no conduce a puerto. Abandonen la idea de que este artista es poco menos que un ignaro iluminado y con una mano prodigiosa. En realidad es muy fino visualmente, diría que sofisticado, y con un ojo certero para descubrir la falsilla que puede disimularse tras el virtuosismo.

He repetido tanto que lo importante en el arte es la calidad de la traducción a signo pictórico, a sintagma, a discurso que el pintor hace de la realidad que ya no me parece mío. Y hasta puede que no lo sea pues que cada uno elaboramos nuestras ideas a partir de tantas experiencias ajenas y propias que reclamarse autor es, cuando menos, arriesgado.

Pero es el camino: la formación en la tradición, en la denostada academia, y el enfrentamiento honesto con el natural. De ahí se sale reventado o victorioso, si eres un cursi tu obra lo cantará a todos los vientos, si tienes sucia la cabeza se contaminarán tus colores, si no ves con claridad harás una pintura turbia. Es tu medida, lo que eres más allá del oficio, las convenciones y Freud mismo. Pero hace falta mucho valor para esta prueba porque en ella eres el rey desnudo, sin estilo ni convención con los que taparte.

La pregunta es si quieres pintar o fabricar cuadros, si quieres ‘expresarte’ (lo entrecomillo porque no le otorgo más cualidad que la recreativa) o hacer de la pintura una búsqueda sin fin de ti mismo y del Espíritu. De la pintura se puede vivir pero no se hace para vivir pues, en tal caso, es una mercancía más y así es tratada por el sistema, por la citada docena de personas que mueven los hilos de todo, ministerios y museos incluidos con sus directores al frente.

Es una pasión mística pues el artista, cuando trabaja en la soledad del estudio, vive en trance y –abismándose en lo que hace– eleva su mente hacia la nada, que es la forma más excelsa de unión espiritual. Pero no aburras, sería imperdonable que teniendo delante la realidad te dedicases a darte trompazos contra las paredes y ese tipo de puerilidades.

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Hablando con un guitarrista de jazz y blues ironizó sobre el rock diciendo que era admirable todo lo que se había conseguido con tan poco.

Es cierto pero el blues, tan estupendo, es sólo un poco más complejo: escalas pentatónicas y repetición de un tema en doce acordes –tónica, subdominante y dominante a la séptima– de la tonalidad, en un diálogo de preguntas y respuestas bien marcadas, huella indeleble de la música africana. En cuanto al jazz, que disfruté mucho en mi juventud, me cansa ahora con sus escalas interminables. Es muy simple lo que acabo de escribir y pido disculpas a los aficionados pero es lo que hay.

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Se habla mucho –yo mismo– del ‘mercado del arte’ pero no existe. Es una ficción interesada que vive de las instituciones y no se sostendría sin el dinero público. En realidad todo el sistema tiene como objetivo colocarle las obras a las instituciones. Me refiero a las obras ‘consagradas’, a las que valen realmente dinero. Ha de aclararse que la ‘consagración’ la hacen también los vendedores por mano propia, interpuesta u oculta. Lo que no entra dentro de esa categoría carece de interés y no puede llamarse ‘mercado’ en modo alguno, pues es irrelevante que alguien exponga unas obras a necesario bajo precio y se las venda a familiares, amigos y algún despistado.

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Hace muchos años un hoy conocido escritor me decía que envidiaba a los pintores porque hacíamos algo tangible que se podía vender. Y se quejaba de que él, como poeta que era entonces, no podía producir nada en similares términos. Lo decía con un punto de amargura.

Terminó por encontrar algo para vender, al final todos lo encontramos, sólo que para él –descendiente de comerciantes– era un asunto que tenía claro muy joven, mientras el resto andábamos a musas. Similar al de la ‘política cultural’ que le ha permitido vivir bien hasta ahora y sacar una familia adelante, de cargo en cargo. Haciendo amigos.

 

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