En el jardín del Prado

 

 

Apenas un hilo va quedando, muy tenue, y acusa el cansancio del que escribe. Parece que las fuerzas son para siempre pero no: meterse en un cuadro grande o llevar una libreta de apuntes en la que anotar una o dos ideas cada jornada parece que me sobrepasa.

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Cousteau quitándose la escafandra: ‘Odio el pescado’.

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La mirada de loco interrogante funciona. Consiste en abrir mucho los ojos, aflojar la mandíbula, relajar el risorio y mirar como lechuza, muy fijo. Un tipo ha conseguido convencer al juez así. Todo lo que decía era falso o incorrecto pero se ha salido con la suya, que era pagar lo menos posible.

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El mejor estado es el simétrico, que conviene practicar en soledad. La naturaleza tiende en sus manifestaciones formales a la simetría, las relaciones humanas a lo contrario.

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Como especie somos un desastre. Cuando decimos ‘La Humanidad’ y sentimos la grandeza que esta palabra contiene nos estamos refiriendo a individuos concretos que son quienes elevan tanto la nota media.

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Resulta muy irritante la completa falta de reciprocidad entre el individuo y las administraciones públicas.

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Se habla tanto de la felicidad que estamos obligados a ser felices como sea y contra quien sea. El emblema nos rodea y asalta desde pantallas y publicaciones.

Las personas que no lo son miran alrededor para ver quién o qué es causa de su infelicidad. Hay quien abandona el trabajo, otro cierra un negocio, y se van al fin del mundo o terminan en una playa, desahuciados de todo pero sintiéndose henchidos de felicidad.

Otro pone distancia con su pareja, rompe los vínculos, condena al sufrimiento a los hijos –que están obligados a entender a los adultos para ser también felices– y se mete en otra historia de la que saldrá de modo parecido.

El asunto es que la blandura se ha instalado y la felicidad es un buen negocio. Desgraciado de quien, teniendo que vivir de los demás, ose decir que la vida son dos días, que la felicidad es un estado pasajero, que no se pierde el amor por tener cabreos y que la mayor parte de las promesas que llegan en forma de mensaje público son falsas, interesadas, y no harán más que hundir en la miseria a quien las siga.

Hay que ser muy fuerte para distinguir la maldad de la enfermedad mental, el veneno de la medicina. Apagando la vanidad –que solemos confundir con el orgullo– y dando ocasión al estoicismo, a la largueza de alma y la comprensión, no va a ser necesario dejarlo todo para irse a vivir con los bosquimanos: basta con verlos en un documental de la tele.

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El cuento zen del maestro arquero que llegó a tal maestría que no necesitaba arco… ni flecha.

La mujer es más fuerte que el hombre porque, como el arquero zen, no necesita de la fuerza física. Si quiere llevar algo con lo que no puede lo pide con una sonrisa y un hombre cargará encantado con el peso. Si estalla la bronca tiene la habilidad de clavar puñales etéreos en el lugar más doloroso. El hombre es tan débil mentalmente que responde en la forma en la que está programado: con violencia. Crea víctimas con pruebas irrefutables. Los puñales femeninos no dejan huellas forenses.

Aquella chica nos quería engañar. Mentía y se lo rebatimos con evidencias. Cuando se vio sin argumentos, miró a G. con ojos como navajas y escupió estas palabras ‘¡Dame una ostia si tienes cojones, hijodeputa!’.

Fulminé con la mirada a G. y lo saqué de allí. No siempre era capaz de controlarse.

La mujer era una técnica que trabajaba por objetivos para una empresa grande y probablemente sus errores en la medición la llevarían al paro.

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Lo que para el científico es hipótesis para el astrólogo es un hecho.

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¿Cómo podíamos ser tan peculiares en aquella oscura provincia, amigo P.? ¿Recuerdas a los boroños cejijuntos que nos llamaban ‘mariquitas’ por llevar el pelo un poco más largo de lo normal al tiempo que sufrían atrozmente porque las chicas nos preferían?

Había una tienda de instrumentos musicales en la calle principal, la que muere en la estación del tren. Una tienda pequeña y algo sombría. En el escaparate pusieron un bajo Höfner con caja tipo violín y acabado sunburst, igual al de McCa. Entré y me dieron facilidades: 75 pesetas al mes, sin entrada. Yo sabía que un grupo local andaba sin bajista y por eso me lancé.

Dos de los músicos iban para ingenieros, el batera no sé –creo que era mal estudiante– y yo dibujaba, pintaba, escribía, andaba con la música y mi padre me miraba con ojos de sospecha. Lo cierto es que no sabía qué iba a hacer con mi vida pues no pensaba que de la pintura se pudiera vivir, ateniéndome a aquella primera lectura juvenil del drama Van Gogh.

El grupo ensayaba en un local prestado, en un edificio ocupado también por otros grupos. Recuerdo a un bajista apellidado Sancha que tocaba un Fender, un lujazo en aquellos tiempos.

Nos reuníamos todas las tardes, le dábamos un rato, charlábamos sobre la música que llegaba de Inglaterra. Eran años en los que las drogas no habían aparecido. Yo no fumaba todavía –fumé mucho, más tarde– y tampoco bebía alcohol (sigo sin beberlo). En realidad no lo necesitábamos, todo nuestro interés eran las muchachas, la música que hacíamos y la que no podíamos hacer (sobre todo ésta) porque carecíamos de los medios y la formación para adentrarnos por esos caminos. A España, con las lógicas restricciones, llegó el rock pero seguíamos en la canción italiana, el pop pedorro francés y los versioneros españoles.

No formábamos parte de la corriente, no entendíamos todavía que el origen de todo era el blues.

Oíamos algo que nos gustaba, comprábamos el disco a escote y oyendo cada parte muchas veces terminábamos montando la pieza. Siempre quedaban agujeros negros con los que no sabíamos qué hacer, así que poníamos relleno y listo.

Nos divertíamos, nadie quería dedicarse en serio a la música, pero hicimos algunas actuaciones en público. Con el respetable muy serio, sentado en las butacas del teatro, salíamos nosotros y hacíamos a los Stones (entonces Rollings). Sólo tú, amigo P., osabas bailar y no recuerdo si alguna chiquita contigo. La gente callada, terminábamos, aplaudía un poco y al número siguiente, que podían ser payasos de verdad.

La presión para dejar aquello era muy grande: sólo un puñadito de jóvenes nos apoyaban. Los otros, los morroskos, se tiraban a por nosotros con odio. Las familias, los curas, los profesores… todos a una.

Uno de mis tíos maternos nos dejó sentenciados: la guitarra eléctrica es un instrumento con un sonido horroroso y sin el menor futuro. Y a los dichosos ‘escarabajos’ lo que había que hacer era mandarlos a la mili, que allí los ‘desamariconarían’ a ostias.

Recuerdo haber sido golpeado en la cara por un agrario que me doblaría en edad y tamaño. Sin provocación previa, como quien se lanza a patear a un animal venenoso que no debe estar ahí. Desperté con el agua que me echaban por la cara los amigos, no recuerdo si estabas entre ellos. Tardé semanas en reabsorber el hematoma del pómulo. Fue mi primera y única derrota por K.O.

Era fatal que te gustara una chica ‘seria’ porque en aquella docena de calles llamadas ‘ciudad’ todo el mundo sabía quién eras y los padres intervenían rápido: con esa gente ni hablar. Castigos o amenazas de padre y hermanos. Lo dejabas correr.

Una chica E. me gustaba y le gustaba. Salíamos juntos a pasear, aparecía de tarde en tarde en el local de ensayo por el qué dirán y alguna vez nos dimos la mano tiernamente en el cine, a oscuras. Nada más. Cuando sus padres creyeron que se estaba ‘ennoviando’ le leyeron la cartilla y le prohibieron salir: de casa al colegio y del colegio a casa. Ambos nos cansamos de tanta intromisión pero sigo recordando aquella linda muchachita con el pelo en corte ‘garçon’.

Otra chica, MC, siguió los pasos: era alta, muy juncal, morena de buen pelo y ojos luminosos. Dábamos vueltas a la plaza mayor, hablando, y nunca vino a oírnos tocar. No parecía interesarle aquella parte de mi existencia.

Me fui de los boy scouts y dejé de entrar a las cuevas cuando ocurrieron dos cosas: estando en el fondo de una sima, con el agua a las rodillas, se nos apagaron todos los carburos (habíamos calculado mal el tiempo) y tuvimos que trepar, agarrados a la soga, a oscuras; otro día el monitor scout me echó una bronca con el argumento de que perdía mucho tiempo detrás de las muchachas en lugar de practicando el compañerismo. Cruz y raya, a tomar por el saco cuevas y cumbres nevadas.

El siguiente drama fue que el muchacho que tocaba la rítmica se fue a Madrid para iniciar sus estudios universitarios y se nos ofreció un guitarrista curtido en grupos y orquestinas populares. Podía doblarnos la edad y no parecía especialmente inclinado a la música británica. Algo suavecito de Beatles y poco más. Ni hablar de Stones, Who, Kinks y el resto de mala hierba. No venía a ensayar porque ya sabía cuanto había que saber –decía– pero se presentaba con propuestas para tocar en las fiestas de los pueblos, dinero mediante. Imponiendo un repertorio, claro, que iba desde música para bailar agarraditos (boleros arreglados para las eléctricas) y unas cuantas versiones de los Shadows. Todo música refitolera, apestosa.

No recuerdo cómo se llamaba aquel fenómeno pero sí que fue la causa directa de que el grupo se rompiera. Yo me bajé del tablado en un descanso, recogí mi guitarra y me fui. Estaba harto de todo aquello. El guitarra solista siguió mis pasos unas semanas más tarde. Lo volví a encontrar muchos muchos años después, en Madrid, y me contó que fue él quien recogió mi ampli y micro y se los llevó.

¿Recuerdas un concurso de grupos –entonces se llamaban ‘conjuntos’– de aquellas provincias en las que sólo se podían hacer dos temas: uno libre y el otro una canción francesa de moda entonces que se titulaba ‘Aline’? Cómo llegué a odiarla, y creo que todavía siento movimientos en el estómago mencionándola. No recuerdo si fueron cuatro, cinco o seis horas de ‘Alines’ electrificadas. El jurado eran profesores del conservatorio más cercano. No distingo sus caras pero sí la expresión de algunos, entre fastidiada y displicente. A lo mejor no querían estar allí y lo hacían obligados. Ganó el grupo que tenía que ganar, como la vida nos ha enseñado que ocurre. No eran los mejores pero ganaron y, para ellos, eso sería lo importante.

Una mañana de Navidad, o Reyes, aparecieron destrozadas varias figuras de aquel Belén –tamaño natural– que quedaba tan bonito en el parque, sobre todo con la nieve. Nos figurábamos quiénes habían sido pero fuimos los ‘melenudos’ lo que pasamos por comisaría a declarar por dónde habíamos andado y con quién. ETA era sólo un rumor en el horizonte –nuestra ciudad era tranquila todavía– pero ya circulaban consignas. La policía se equivocaba: ni melenudos ni futuros terroristas fueron los autores. Los primeros por indiferencia y los segundos porque eran seminaristas, monaguillos o curas. Los culpables estaban donde no se buscaron: entre los hijos de las fuerzas vivas. No sé por qué me asalta ahora este recuerdo.

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Quiero volver a Granada. Siento la urgencia que deben sentir las aves.

 

 

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