Accidente geográfico

 

 

Espada cita en un artículo a Judd y Rauschenberg afirmando que arte es lo que ellos digan que lo es. Hay algo más contundente dicho por el publicista marchante: ‘Arte es lo que Saatchi diga que es arte’.

Como se ve, Sierra es lo de menos: la que cuenta y parte el bacalao es su madam. En el resto estamos de acuerdo y no hay que darle más fatiga a las neuronas con el asunto.

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El pintor retratista ve la nariz anatómicamente aunque la simplifique. El paisajista la ve como un accidente geográfico. Velázquez comienza tallando en color y termina haciendo paisaje de todo. Es el precio de la luz en la pintura.

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Mirados muy de cerca casi todos somos unos miserables, como el insecto se convierte en monstruo cuando le arrimas la lupa. En eso consiste la manipulación de la opinión pública, y todo comienza por entenderlo.

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La oscuridad es la norma y la luz su excepción. No sabe todavía la ciencia por qué el universo es oscuro salvo en las zonas alumbradas por cuerpos celestes.

El último color visible del espectro antes de la total oscuridad no es el azul sino el rojo. No lo percibimos así, ni es lo que nos ha mostrado la pintura. No queda más que tener fe en la ciencia.

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A las personas guapas hay que tenerles respeto porque son reflejo de la Idea de Belleza, obra perfecta del Ser. A las feas hay que mirarlas con cautela y suma delicadeza porque son de este mundo.

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Poniendo puertas al campo. Comento con un amigo pintor y anticuario la dicha de aquel Prado de la juventud, sólo abierto a los interesados. Unos cuantos estudiantes de Bellas Artes, pintores amantes de las tradiciones, copistas, historiadores, estudiosos y amateurs, de cuando la palabra significaba algo.

Cada pintor en su sitio y el arte del XIX en las salas altas de la Biblioteca Nacional, entonces habilitadas al efecto. Cuántas mañanas de lluvia insistente, como la de hoy, pasaría con mi novia pintora ––cada uno a sus cuadros– ensimismado en los prodigios.

Llegaron tiempos que hicieron de los museos cosa obligatoria. En los primeros años los cuadros rechinaban al tiempo que un bedel llenaba cada tarde, cerradas las puertas, una caja de zapatos con chicles pegados en marcos, muebles, esculturas y suelos. Los restauradores del taller, abierto todavía a los del gremio, hipaban tristes ante la avalancha irrespetuosa. Nada se podía hacer. El maestro en el erial ya lo había dejado por escrito: todo para la masa, panaderos todos. Ludo, entradas, shopping, merchandising.

Era invento norteamericano y los pocos afortunados que entonces viajaban en aviones carísimos en los que se podía fumar levantaban la ceja: es la modernidad, idiotas. Yo mismo decía de Reinhardt que era ‘un clásico de la modernidad’ para desternille de amigos íntimos.

Como es habitual, la culpa la tuvo Picasso. A mi amigo del alma –y familia– C. se le ocurrió irse a por el Guernica y traerlo. Se supone que con el cuadranco en casa ya estábamos al día en todo y el arte español volaría muy alto. Que si la movida, que si el viejo profesor, que si llegaron los pieles rojas a Jolivú y nos hicimos más altos, guapos y casi rubios. Así hasta Sierra, Alvear y sus fotocopias. Mierda en opinión del periodista Espada. Seca por vieja y pinchada en pared. Porque el arte no puede ser mierda pero hay mierda que quiere colarse por arte, infectándolo todo. Y la risa, esa risilla de castor viejo, taimado y sabedor de que la gente es arte si hay quien lo dice y tiene el apoyo de la banca porque, regla elemental en los casinos, la banca siempre gana.

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Hay que haber sido muy guapa o guapo para llegar a viejo siéndolo. Lo habitual es que vayamos pasando de la inexpresividad de la juventud (mayor belleza, menos carácter) a que el alma nos asome a la cara con su amor por el expresionismo.

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Cuando llueve en el campo todos los arroyos parecen trucheros. Salta el agua por las pizarras a encontrar riveros, limpiando fondos  y salvando las ranas que estaban dormidas en las piedras de los puentes y en ribazos y sobaqueras reservados del sol. La tierra bebe con ganas como la mujer fértil ansía el abrazo húmedo. Ha de empaparse por completo antes de dejar que las gotas la atraviesen y rellenen las cavernas surcadas por corrientes mudas cuyo tránsito desconocemos.

El viento, algo huracanado, mueve los árboles y el agua los bate. Bailan, eso parece, con una violencia extrema. Sé de un tejo centenario en una esquina de Inglaterra, sobre una colina alomada y verde. La atraviesa un camino que recorrí en parte, hasta la cerca de piedra donde el árbol cuya madera derrotó ejércitos recibía otra lluvia, aquel día, mansa y gris como la desolación del que todo lo ha perdido.

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Ayer terminé del tirón la copia de la menina que ofrece agua a la infanta. Sólo la cabeza y un trozo del vestido, para ensayar. Llevaba unos años contra la pared, esperando no sé qué momento que parece llegó ayer. Fue muy sencillo porque estaba casi hecha, faltaban esos acentos finales que se dan mejor en frío, con el cuadro muy seco y reposado.

Hoy le ha tocado al Inocencio, en la versión pequeña que –así lo creo– fue la que Velázquez hizo del natural. Es la cabeza con un poquito de ropa pero, cosa sabida, la ropa se puede poner sobre maniquí y pintarla tranquilamente en el estudio. La cabeza tiene esa agitación de pincel que indica prisa. No posaban durante horas para el pintor, es cuento. Un retrato ecuestre, por ejemplo, se compuso con partes bien ensambladas: cabeza del natural, traje sobre maniquí, caballo disecado para hacer bulto y corregido por los estudios del natural, fragmentos de paisaje, con detalles en primer plano bien trabajados para añadir verosimilitud. En cuanto al cielo, como mejor vaya con la figura. Todo ello está en el testamento de Velázquez pero no saben leerlo.

Es un pintor imposible de copiar: como Tiziano, como Rembrandt, utiliza brochas, pinceles, dedos, espátulas, trapo… pone y raspa para volver a sacar la trama del lienzo, coloca una pincelada firme y la funde con el dedo por un extremo, satura una zona con color transparente y quita con el trapo para que asome en algunos lugares la pintura subyacente… Nunca porque sí, por estilo o como ‘truco’. Se trata de necesidad, de describir mejor una pintura para que pueda verse de lejos. Es caligrafía personal, gesto, golpe a la primera, tiro instintivo. Puedes hacer tus equivalencias, siempre más torpes, pero no copiarlo.

 

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