Todas mi simpatías

 

 

Mis simpatías por todos aquellos pintores, –realistas, figurativos–. que Picasso y las vanguardias enviaron al olvido. Por todos los que tuvieron claro que no querían participar y se mantuvieron fieles a sí mismos y a la tradición, pagando el precio de la irrelevancia en vida, quedando arrumbados en oscuras aulas de dibujo o pintura, en talleres de escasos encargos y a la maldición de los críticos académicos. Todas mis simpatías.

Son muchos, en el mundo entero, y sus obras comienzan a subir de precio en las subastas aunque nunca alcanzarán el de los monigotes, inflado por las redes mafiosas que controlan el sistema.

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Stephen King tiene mucho peligro. Esa prosa tan directa y desnuda, más allá de que la historia sea buena o regular, arrasa a los escritores de voluta.

Hace unos días, después de terminar uno de sus cuentos, quise ponerme con Pynchon pero fue imposible: ahí estaba toda la falsilla literaria, abrumadora, cargante, espesa. No al modo proustiano, que es denso pero de lectura ágil, sino de ese modo que alguno ha llamado ‘estilo juzgado de guardia’ con buena sintaxis.

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Cuando era joven acababa los cuadros. Ahora soy incapaz. Lo que podría ser acabar consiste en una despedida momentánea, un decir ‘nos hemos cansado el uno del otro, vamos a dejarlo por un tiempo‘. En el reencuentro, si se produce, hay tanta desconfianza que le veo todos los defectos, que es una forma de decir que veo todos los míos como pintor. Me pongo a corregir (pintar es corregirse durante toda la vida), arreglo todo lo que puedo, matizo o destaco –es como una lengua que no puedes hablar pero comprendes– y vuelve el cansancio.

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No me tengo en tanta estima como pintor para no atender las lecciones de otros. Paso una parte de mi vida buscando y juzgando imágenes ajenas. La chispa que pone en marcha mi cabeza puede llegar desde el mundo real o desde la propia pintura.

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He hecho bastantes copias a lo largo de mi vida y también pastiches en el sentido que le dio Proust a la palabra. La copia me interesa para aprender cómo soluciona un cierto autor tal o cual problema que encuentro difícil, interesante o –también– que se me da mal. Cuando me apropio de alguna imagen ajena no suelo usarla literal o completa. Me atraen fragmentos, a veces de partes no relevantes del cuadro. Prefiero buscar al autor en esas notas marginales antes que en aquellas otras que se juzgan importantes.

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No todos los animales de la misma especie tienen el mismo carácter. Algunos son más nobles que otros y esa palabra, noble, está puesta ahí por nuestros antepasados atendiendo a una visión humanista y antropocéntrica de la realidad. Naturalmente: no somos hormigas ni podemos pensar como ellas, –si acaso pensaran, que es otra proyección humana.

Entre las tortugas del patio una no tiene miedo a las personas y se complace en estar bien visible mientras desayuno. Pide unos granos de pienso: asoma la cabeza y ahí se queda esperando que se los dé. Se deja tocar y me reconoce, sabe que el de la comida soy yo y a mí se dirige.

La domesticación de los animales es inseparable de la condición humana. En tribus perdidas en el Amazonas o Papúa-Nueva Guinea las personas tienen mascotas, animales que no se comen, que son de compañía. Nos resulta fácil establecer vínculos y a los animales también, después utilizamos la selección para quedarnos con los nobles, los que pueden convivir con nosotros sin hacernos mal. Hace años pensaba que la excepción son los reptiles pero no, he visto feroces cocodrilos jugando con niñas, haciendo de cabalgadura, así que reduzco el campo, provisionalmente, a los reptiles venenosos.

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Sólo me asombro de mí mismo y no siempre con agrado.

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–Bien, ya lo sabéis –siguió B; sus extraños ojos claros resplandecían–. Yo saco veintiséis céntimos por kilo. Vosotros os quedáis con siete céntimos. Podéis pensar que estoy ganando a vuestra costa diecinueve céntimos por kilo, pero no es así. Después de todos los gastos, me quedan diez céntimos por kilo. Tres más que a vosotros. A esos tres céntimos se le llama capitalismo. Mi terreno, mi beneficio, vosotros os quedáis con una parte. –Luego repitió–: Bien, ya lo sabéis. ¿Alguna objeción?

Blaze, Stephen King.

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El niño dormía con el dedo pulgar en la boca. Miraba su cara y pensaba que estaba ante un libro en el que alguien había escrito una historia con letra invisible.

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En el coche, volviendo desde la capital. Dan en la radio una entrevista con un concertista de guitarra clásica. Toca muy bien pero oírle hablar es sentir que te cae una lluvia densa de sirope de maíz y grasa de taller, de la que no sale frotando con agua caliente y jabón. Dan ganas de gritar: ‘¡Toca y calla!’

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Los mirlos anidaron en la maraña del jazmín trepador. Vivían de robarle pienso al gato y del agua de la fuente. Durante esta temporada los he podido estudiar un poco.

Los veía como víctimas: de los cazadores irritados por su chirrido acusador o de los rabilargos que comen sus huevos y crías. Pero no, en realidad es un pájaro valiente, descarado y chuleta. Muy listo, la pareja acosaba a los gatos hasta atemorizarlos con ataques fingidos y eficaces. La gata miraba y gemía pidiendo ayuda. He tenido que dársela, alejando a los indeseables. Regresó el equilibrio: los estorninos negros, cantarines y divertidos, vuelven a ofrecer su concertina mañanera; los jilgueros o colorines han vuelto y los gatos sestean sin molestias.

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Te haces viejo y tu vida anterior parece un sueño tenido durante la siesta.

 

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