Cambio de criterio

 

 

Vamos con las quejas: tengo que dejar de hacer cuadros detallistas. Es la segunda revisión de la vista que me hacen en lo que va de año y estoy perdiéndola más deprisa de lo deseable. Al bulto y el que guste del detalle que lo busque en otra parte.

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Saber encender la luz en un cuadro no es fácil. Ni todos los cuadros que pueblan los museos tienen la luz encendida, ni todos los pintores que pasan por ser grandes luministas lo son.

Por ejemplo Hopper, hoy tan del gusto al uso. Sus cuadros no tienen luz, la fingen pero no está pues se trata de una luz simbólica, estrictamente mental pero en el sentido que la palabra puede tener en el mundo de las ilustraciones, los tebeos y las portadas de novelas de quiosco (algo que ya no existe tal y como lo conocí).

Tampoco Monet, ni Cézanne. Aunque el primero sí es capaz en los paisajes en los que se aplica. Un desastre cuando pinta de memoria. Los hiperrealistas no saben darle al interruptor, sus luces son meramente fotográficas, calcos de la luz que les sirve de partida que ya es una traducción cromogénica.

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El natural es imprescindible para comenzar, te estorba mientras estás haciendo la pintura (trasladando lo que ves a lenguaje pictórico) y resulta muy útil para acabar.

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Pero nada tan conmovedoramente ingenuo como el escrito de un hoy afamado diarista sobre el pintor Alcolea y la luz. El pintor era listo como una ardilla, el escritor un voluntarioso.

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Es verdad que el talento siempre resplandece pero, en ciertos casos, puede tardar demasiado en hacerlo y no ser útil para su poseedor. Rembrandt demostró que lo tenía a carretadas pero, llegado a la madurez del oficio, siguió un camino que lo sumió en la pobreza y el rechazo de los compradores. Vermeer produjo muy poco y es probable que se ganase la vida con lo que hoy llamamos hostelería. Velázquez, henchido de orgullo, pinta a Pareja y pasea modelo y obra por los talleres y plazas de Roma. Consigue llegar al Papa (que se deja retratar por ser el pintor de corte de Felipe IV) y termina regresando a España para seguir trabajando, día a día, en su cargo de aposentador del rey. Rembrandt fue olvidado hasta el siglo XIX, como Velázquez. Vermeer debió esperar más.

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En el inconsciente habita la concordancia formal. Tiene cara de lechuza y se ha teñido el pelo del color de tal plumaje. Otro tiene una dentadura descomunal y va con una camiseta en la que hay un tiburón con las fauces abiertas.

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Todos los artistas se aburren de sí mismos de tiempo en tiempo. Menos los Rolling Stones.

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Me pasan esta nota del departamento de quejas y reproches: ‘Tengo problemas al escribir: mi vocabulario se reduce, no acude la palabra que quiero usar –la he olvidado– y cometo errores sintácticos de niño, con repeticiones. Supongo que es el envejecimiento neuronal sumado al cansancio crónico y la falta de sueño.’

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Esta semana conocí a Poncio Pilatos. Su lavatorio de manos fue, con menos motivo e interés que la Pasión, expresado con la misma satisfacción y estilo.

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Para el Xacobeo 93 se hizo una restauración del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago. Previamente se montaron andamios y lo estudió una comisión de sabios durante meses. Para cuando se pudo restaurar sabíamos perfectamente que debajo de las veladuras del tiempo había ninots falleros casi intactos y se decidió no perturbar su sueño. El pórtico se limpió de suciedad espúrea y basta.

El criterio, el gusto, ha cambiado y lo que no se hizo en el 93 se ha hecho en el 18, un cuarto de siglo más tarde. Quienes no hubieran aceptado los muñecotes entonces, aplauden hasta sangrar ahora. Bien está, cualquiera de estos años habrá que reconstruir la Acrópolis y repintar los Fidias del Partenón. Así, a lo falla valenciana y barraca de feria.

 

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