No todo puede ser rock

 

 

Los grupos con éxito, –con buen caché en las fiestas de los pueblos quiero decir–, tenían un repertorio bastante variado que iba de los Shadows (Apache, Perfidia…) a la Casa del Sol Naciente traducida, con un poco de canción francesa e italiana. El inglés debía evitarse en la medida de lo posible pues por tales senderos transitaban los melenudos y en los pueblos de las Vascongadas la cuestión capilar podía tener mucho peligro. Por entonces nada de racialismo, que se dejaba para los clubs gastronómicos y tabernas: lo que gustaba era Peppino di Capri, un Adamo y –algo más tarde– los Brincos. Salir por la calle, como hacíamos P. y yo con nuestros pantalones ceñidos por arriba y campanudos por abajo, las camisas de flores y el pelo a la británica, podía terminar mal. Miedo me da recordarlo mientras escribo.

Vimos que el rock no se podía hacer en castellano, que hacerlo era un desastre, y el melodismo latino (francés, italiano y español) nos resultaba muy pourri. Lo hacíamos en inglés pues el cantante, que hacía la guitarra rítmica también, se manejaba con soltura. Por supuesto que optamos por no andar de concursos e ir a nuestra bola. Era fácil porque nadie se quería ganar la vida con eso, de algún modo los cuatro sabíamos que era un período transitorio en nuestras vidas, algo que nos gustaba hacer pero que terminaríamos por abandonar llamados a otros destinos. De hecho ninguno continuó en la música profesional, ni siquiera el batería y el solista de guitarra, que eran francamente buenos. Dos son ingenieros, uno de ellos teleco, y los otros dos pintores y restauradores. Curioso esto último pues los dos que manteníamos una amistad más cerrada, por años y afinidades, íbamos en la misma dirección sin saberlo.

No se podía hacer rock en castellano (ni catalán, valenciano o gallego) y nunca se ha hecho, algo que –para mí– incluye a los grupos de los 80. Híbridos los que quieran. Escribo lo anterior, paro y me pregunto si los metaleros españoles han hecho rock, en derivada, y no sé qué poner pues ese tipo de música, como el reguetón, el jip-jop y otras, no me han interesado en ningún momento.

En España siempre falta lo fundamental, la base de blues, y las canciones se despeñan pronto buscando el melodismo o la chicharrita. La gente confunde la banda sonora de su juventud con la buena música y son cosas diferentes. No hay una sola canción rock en español que sea memorable, ninguna da la talla.

Los Brincos eran unos Beatles de pacotilla, faltos de talento y completamente ridículos con aquellas capas españolas y sombreros de ala ancha. Para matarlos. De los grupos catalanes –que entonces no ejercían de tal– o eran versioneros en castellano (con traducciones de traca) o directamente chunguistas que buscaban lo facilón. Me refiero a Sirex y Mustang. Los mejores músicos eran Lone Star (vaya nombre) pero se tiraban al barro enseguida, con unas cursiladas indecentes. En cuanto a Miguel Ríos, Mike Ríos en aquellos años, era petardo hasta cansarse.

Estando la orilla de ese modo, quién iba a dedicarse a ello si no cogía el petate y se marchaba a darse una vuelta por Carnaby Street –para atuendarse al modo– y luego curarse con un baño de humildad oyendo en los pubs tocar a gente del montón que hubieran roto la pana en España. Te venías abajo. Cuando me fui a Madrid con 17 años para preparar el ingreso ni me llevé los trastos. Mejor porque hubieran acabado de mala manera, en alguna de las varias pensiones que me tocó conocer. Aquel Madrid con cucarachas de tres dedos de largas y ratas como conejos disputándose la basura.

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Imaginar que a un maître de haute cuisine se le va la cabeza y la emprende a puñaladas con los clientes. Y sacar de ahí un cuento magnífico, con un final memorable.

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Los pigmentos utilizados en la pintura apenas variaron desde la Prehistoria al Gran Barroco. La Ruta de la Seda incorporó un color fundamental en la paleta: el azul de lapislázuli (una piedra semipreciosa), llamado comúnmente azul de ultramar. El mejor, con un azul más intenso, se da en ciertas partes de Afghanistán. El rojo en su más fina calidad es el bermellón, un sulfuro de intenso color asociado al mercurio. Este último pigmento era ampliamente conocido en Europa y de las minas españolas de Almadén se extrajo hasta que dejó de ser rentable.

Los óxidos de hierro y manganeso, en su variedad de matices y peculiaridades –del amarillo claro de la limonita a la tierra de sombra, pasando por los rojos– según que el lugar de extracción fuera España (la llamada tierra de Sevilla, el ocre granadino), Italia (tierras de Siena y Verona) o los ocres de Francia.

El albayalde o blanco de plomo se extraía por oxidación de láminas de este material en presencia, pero sin contacto, de vinagre y estiércol para mantener la temperatura de los recipientes. En mezcla o frita con el óxido de estaño se hacía un amarillo muy claro y de un matiz más vivo que la limonita, conocido como amarillo de Nápoles.

De los verdes sólo hay que decir que los dos pigmentos más estables eran la tierra verde (de Verona, de Bohemia) y la malaquita, usada más por los flamencos que por españoles e italianos.

El carmín y el amarillo de la India son pigmentos orgánicos muy inestables. El primero, siendo de verdad, puede provenir de un pequeño insecto –kermes y de ello carmesí– mientras el segundo se extrae recogiendo la orina de las vacas alimentadas con hojas de mango. Los grandes maestros supieron utilizar ambos colores con el método adecuado para que no creasen problemas. Sin embargo es probable que algunos púrpuras oscuros hayan sido algo más cálidos originalmente, menos violáceos.

Azules eran tres: el citado de lapislázuli, la azurita –otro mineral– y el esmalte, una sal inorgánica derivada del cobalto que poco tiene que ver con el hoy denominado azul de cobalto. El lapislázuli era tan costoso que raramente se utilizaba como no fuera porque algún cliente así lo pidiera y pagase. Lo habitual era contar con la azurita como azul principal de la paleta, reservando los otros para aplicar por veladuras.

En cuanto a los negros, tres igualmente: hollín de chimenea, huesos carbonizados de animales o vegetales. La imaginación de los proveedores de pigmentos: negro de humo, negro de marfil y negro de viña. Los tres ofrecen diferentes matices de gris en mezcla con blanco, se comportan de modo distinto en el aceite de pintar y varían en opacidad.

Las dos grandes revoluciones en el mundo de los pigmentos para pintores se producen, la primera, con la Revolución Industrial (el famoso Recetario, de alto valor para los estudiosos), cuando se logra sintetizar algunos pigmentos especialmente caros, inestables o difíciles de producir.

La otra revolución ha sido más reciente y consiste en producir colorantes de laboratorio, a los que luego dan nombres poéticos e inspirados.

El mayor problema fue sustituir el blanco de plomo por el blanco de zinc que –como se ha demostrado reiteradamente– no tiene un buen comportamiento a largo plazo: craquela y se exfolia con facilidad, todo lo contrario que el fuerte y elástico albayalde.

En el siglo XIX, en la generación de los grandes paisajistas de la École de Barbizon (Haes, en España y toda su escuela, otros en Italia, Inglaterra, Países Bajos e incluso Rusia), se produce una fusión muy interesante entre la paleta tradicional heredada del Barroco y las nuevas aportaciones del Recetario. Es un momento muy brillante para el Realismo pues tal equilibrio facilita la vida a los pintores, haciendo legibles para todos las imágenes que crearon.

Ese equilibrio se rompe con la retirada de las tierras de la paleta, que queda constituida sólo por los tonos más brillantes que ofrecen los cadmios (amarillos, naranja, rojo), azules de ultramar y cobalto (pigmentos sintéticos) y el llamado verde esmeralda que nada tiene que ver con la piedra que le presta el nombre comercial pues se trata de óxido de cromo transparente.

El pintor que se limita a la que llamamos ‘paleta impresionista’ sólo puede pintar paisajes muy iluminados. Es realmente complicado usarla para el retrato y la figura, los interiores y las naturalezas muertas o bodegones. Su nota más oscura es el azul ultramar por lo que la escala se acorta considerablemente. Sólo rinde bien en el campo del paisaje plein air y respetando el principio ‘luces amarillas, sombras violetas; luces anaranjadas, sombras azules”.

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Es muy triste hacer un retrato de tu madre y darte cuenta, al mirar intensamente sus ojos, de que padece cataratas. La pelea es verla a ella tras su cara perdida en la desmemoria.

 

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