Desolación sin quimeras

 

 

La habitación del hospital da a Granada y se distingue la Alhambra. Uno de los muros está acristalado desde la altura de la cama. Padre estaba sedado y no podía ver la exquisitez del celaje frío y otoñal, la luz dorada pero algo pálida que inundaba la habitación.

Yo leía y vigilaba su pecho. Respiraba tranquilo, sin la pelea de la noche. Entre dos parrafadas volví a mirar y se había quedado quieto, el pecho inmóvil y la expresión de la cara se había marchado, dejando una máscara. Padre acababa de morir.

Salí al pasillo, confuso. En el mostrador de guardia di el aviso y una enfermera vino con una máquina de constantes vitales, camino de la habitación. No pensábamos que sería tan rápido –me dijo mientras intentaba saber cómo estaba yo.

Avisé a mis hermanos por el móvil. M. no pudo evitar un chillido y E. se presentó muy deprisa. Es notable ver cómo algunas personas pueden contener sus emociones y otras no, cómo se les agolpa el llanto y han de ser confortadas, abrazadas. Se rompen por dentro y por fuera. Otros, en apariencia más fuertes, se rompen por el interior en muchos trozos.

Qué deprisa la muerte se apodera de la exhuvia, pues eso son los restos mortales, una cáscara vacía que alojó al ser que se ha transformado aunque no puedas verlo. Tenía que ser yo, el lejano, quien estuviese a su lado para el tránsito. Y al poco tiempo los restos ya están fríos, el color de la cera añeja se va apoderando de la carnación.

Vienen médicos y enfermeras. Nos hacen salir de la habitación, hay que certificar la muerte, hacer papeles. Le ponen la mortaja, el sudario, que sólo deja al descubierto la cabeza, con la barbilla cubierta por unos pliegues que se ven muy estudiados.

No está ahí. Lo que tenemos delante no es Padre. Lo bajan al depósito. Después habrá que identificarlo, antes de que se lo lleven los de la funeraria. No queremos que la hermana, M., lo vea más. Somos dos quienes bajamos a un lugar que no tiene que ver con el diseño y acabados de las zonas habituales del edificio: un sótano, feo, de suelo gris y paredes descuidadas, los tubos de instalaciones al aire. Apenas han pasado dos horas desde la muerte pero ya se ha cebado en su cara: el color de cirio es ahora un amarillo turbio, con un matiz verdoso.

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El cementerio de Granada está en lo alto y es bonito, sobre todo la zona más antigua. Algunas esculturas de piedad son notables. Pero Padre no quería enterrarse, su voluntad era ser incinerado y las cenizas arrojadas al mar que tantos años navegó. Tampoco quería que su muerte fuera un acto social. La familia estricta: hijos, nueras y yernos, nietos.

Los hijos pasamos la noche velando el cadáver. Con tristeza y con risas, recordando rasgos de su carácter, buscando a ratos la broma que permitiera amanecer con bien. No dormimos, no dimos cabezadas. En el cementerio hay una cafetería que cierran a las dos de la madrugada y abren a las siete. Estuvimos al cerrar y estábamos al abrir, engañando la pena con cafés.

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Y la ceremonia religiosa a la una del mediodía, en una capilla de diseño, sin el calor de la costumbre. Muy escueta la misa de difuntos, de pocas palabras como era Padre. El ataúd que se va para siempre tras unas puertas chapadas en cobre. La cremación es privada.

Desde las diez de la mañana está cayendo agua a jarradas. He ido a la cafetería y no puedo salir. No tengo paraguas y todos los que entran están empapados. Quiero estar solo, abismarme, desconectar del mundo y volver al mar de la infancia, esperando a Padre en el parque junto a la estación del tren en el que llegará y desde allí nos iremos a pescar hasta que se haga noche y no se pueda anudar el sedal. La sorpresa plata de algún pez hambriento que mordió el anzuelo y terminará en la sartén. Las cañas de bambú, no había plástico. La carnada la vendían en el mismo puerto.

La Virgen de los marineros cerrando el espigón para que los hombres del mar pudieran rezarle al irse y al llegar con la carga de sardinas o lo que tocara por estación. En aquellos años el Stella Maris era un hecho.

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Las cenizas humanas son lo habitual en la naturaleza: un poco de calcio y un poco de fósforo. En lo fundamental. Sirven de abono y las tierras demasiado arcillosas se mejoran mezclando algo de arena y cenizas.

Qué pronto se lleva el oleaje hasta la última partícula. En unos segundos Padre ya es mar y estará en todos los mares, allí donde miremos quienes lo amamos. En mares y océanos esperará y cuidará de todos nosotros. El niño que miraba pasar los aviones cargados de bombas, agarrado a su padre.

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Me hubiera gustado tener el don del poeta C para, como en su carta al padre muerto, usar palabras atravesadas por la pena y transidas de belleza. No sé hacerlo y no es suficiente con admirar. Cuento lo que fue, del mejor modo que puedo.