La Marimorena

 

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Suenan golpes en la puerta y voces en la plazuela. Me asomo a la ventana y se trata de la Marimorena, que corre las calles deteniéndose donde le place, cantando villancicos y recogiendo aguinaldos. Bajo y me quedo un rato con ellos mientras cantan para mí un villancico del siglo XVI. La Coral Santa María cada vez suena mejor, se están convirtiendo en un grupo de referencia obligada en la ciudad. Todos disfrutan cantando y eso trasluce al exterior.

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Leo en el periódico de la región lo que dice un crítico literario: Las novelas con fondo de guerra civil son una sangría descontrolada. Muy certera la expresión y eso me lleva a recordar cuando hace años un amigo de entonces me dijo que tenía ganas de escribir sobre un tema que estaba muy poco tocado: la guerra civil. No pude evitar la risa, que luego me vi en la necesidad de explicar.

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No se puede insultar a quien, sentado a tu lado en un café o en cualquier otra circunstancia, te parece un perfecto capullo, un cretino integral. Podrías morir de un infarto antes de cumplir los setenta.

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He extraviado una libreta llena de apuntes a lápiz de San Antonio. No está donde debería estar y, nuevamente, se evaporan momentos felices de mi vida.

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Llueve y sale el sol, un tiempo muy apropiado para la hierba. Los campos están completamente vestidos y hay agua por todas partes. Las acacias de mi paseo ya tiraron la hoja hace tiempo. Los olmos han resistido y comienzan a tirarla ahora, todavía con mucho verde.

Un repartidor pregunta por el hogar del pensionista, un lugar que me gustaría visitar si no fuera porque me produce pudor reconocer a gente que hace veinte años paseaban derechos por la calle y saludaban al pasar, con una vida todavía por delante.

Sólo un campo cercado en el que los muchachos juegan al fútbol entre las hojas arrastradas por el viento de la noche pone una nota viva en la aspereza de las casas cerradas tras de cuyos cristales nadie se asoma porque hace demasiados años que dejaste de ser un forastero.

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Me cruzo con un jubilado que deja una larga estela de olor a colonia barata. Lleva uno de esos chalecos publicitarios muy abrigados y va hecho un brazo de mar, repeinado y afeitado. En el chaleco puedo leer Michelin Privacy y supongo que tiene un familiar que trabaja en un negocio de ruedas. La sensación de vida sombría pero ordenada, tanto como esa colonia que viene oliendo de la misma manera desde que yo era niño y aquel marino que vivía enfrente de la casa de mi abuela apellidado Pérez Gil, en cuya casa una mano taimada había escrito «Perejil eres un cobarde», cuando regresaba de sus viajes y salía a la puerta con su camiseta de tirantes.

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Me estoy retirando de lo blogs ajenos porque, especialmente en uno, me hacen sentirme como un boxeador practicando sombra, esa esgrima que consiste en pelear con un adversario imaginario, que en mi caso equivale a esquivar una y otra vez.

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Suele decirse que todos los cínicos fueron antes románticos. La mayoría todavía lo son.

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A los buitres sólo les interesa lo moribundo.