Espejismos

Una empalizada separaba el pasado del presente, el erial del oasis, y yo la franqueé con inesperada decisión. Anduve por tortuosos pasadizos sombreados por frondosos arbustos y enmarañadas zarzas. “Para el pasado siga la flecha roja” rezaban carteles estratégicamente situados en los senderos. Ahora el estrecho sendero descendía sin preavisos, en ocasiones con brusquedad y de repente llegué a la glorieta de los Muchos Caminos, en la que pude haberme extraviado de no haber atendido a la oportuna flecha roja. Una bajada más violenta que las anteriores me condujo al fondo del oasis. Ya en él pude percibir la danza del agua, de todas las aguas en movimiento, y mis ojos quedaron bañados por multicolores juegos de luces y sombras entre los que se afanaban los más intrépidos rayos de sol retando a las superpuestas capas de las frondas.

Me dolió la soledad en la que me hallaba y fue entonces cuando tan intensamente te deseé que mi invocación obligó al aire a dar forma a tu imagen. La noche de tu pelo acarició mi rostro y la inverosímil infimidad de tu cintura se dejó ceñir por mi hambrienta hambrienta, controlada sin embargo en su avidez. El pasado entonces se hizo presente intemporal y seguimos unidos el camino que solo había iniciado yo muy poco antes. Las flechas rojas seguían insistiendo para que continuáramos juntos la visita al pasado.

Desnudos, en el oportuno baño de Venus que encontramos en un recodo nos tineamos imitando a esos niños que saben entregarse sin medida a la sensualidad envolvente del agua, como tantas veces en tantas tinas, mientras en la orilla y desdoblado yo me entregaba a la pasión inútil del viejo mirón, voyeur de mi propio pasado con los ojos tan nublados por el llanto que no pude deleitarme a placer del espectáculo de esas caricias con las que ambos nos regalábamos, poblando el aire, el agua y la tierra de una ternura antigua y sin fronteras. El oasis fue una fiesta de amor, o en su cómplice. Los árboles fueron falos, las empinadas escaleras de piedra, violentas ascensiones a la altura desde la que se vislumbraban nuevos y más prometedores paisajes orgiásticos. La luz del sol fue paño piadoso que secó los sudores de nuestro amoroso trajín, y las oportunas oquedades de los laterales húmedos, confortables úteros que incitaban a ser penetrados por medio de oportunos cambios de postura a través de los cuales sabíamos pasar a nuevos estadios, aún inéditos en la entrega, en el compartido temblor.

Las sucesivas ascensiones no situaron en una rara y mantenida meseta desde la que pudimos contemplar un horizonte diáfanamente inexistente pero perceptible por medio de los sentidos desconocidos con los que el oasis nos dotó sin darnos cuenta. Dominábamos ya con tan absoluta maestría los resortes de la técnica que ésta pasó a ocupar el anhelado papel instrumental y reflejo para quedarse oculta, sosteniendo sin incordios el ya sólido y eficaz deus ex machina de la acción hasta el punto de que nuestros movimientos fueron no más que solícitos sirvientes del deseo. Quedamos así articuladamente ensamblados, machihembrados por con penetración, tú encarnada en la tierra oferente, yo en el agua que la permea y penetra, tú, la forma receptora y hospitalaria, yo, el encaje espermático, huésped deseante y deseado que inunda oquedades y cubre volúmenes., fijados ambos por infinidad de tentáculos y ventosas a los cóncavoconvexo del soporte ancestral y sabio que aspira y estruja cuanto penetra y vivifica vivificándose por mor de sus activas entregas.

La tierra quedó cubierta de un acolchado musgo verdinegro y el agua poseyó los volúmenes del espacio fraccionado en miríadas de gotitas, ubicuas e invisibles, sí, pero instintivamente actuantes, decididamente eficaces: el agua andalusí humedeciendo la sequiza pacha mama aymara enmarcada por la milenaria cordillera Real. La tierra jugó consigo misma y adoptó múltiples y caprichosas formas, desniveles inesperados, hasta entonces desconocidos, para que el agua se viera obligada a saltar en cascadas innumerables y así danzar el danzón de los encajes albos y transparentes, cantando a la vez coplas insinuantes, afrodisíacas, cerda del lobulillo del pabellón auditivo de turno, provocadoras de tales convulsiones que los sonidos quedos y quejumbrosos pasaban sin solución de continuidad al bramido estruendoso, al alarido incontenible.

Así fue como de la meseta largo tiempo habitada pasamos, a través de pasillos y de escalas tendidas en precario sobre abismos desconocidos a las profundas, ignotas cuevas en las que habíase residenciado con nuestra llegada ese andrógino primigenio, encarnado, una vez más, por fusión sin fisuras de las dos mitades errantes antes de la fusión. Fue un temblor telúrico el que conmovió los muros de la cueva aumentando su humedad, y su calidez. Las torcaces que en ella habían hecho su oculto nido se amaron frenéticamente, contagiadas sin remedio y luego abandonaron la cueva en frenética y alocada desbandada, atravesando en su huida la descomunal cascada de seminales aguas que les obstruía la salida.

Como ellas, también nosotros salimos a la luz y descendimos al apacible lago del fondo del valle, que acogió hospitalario nuestra llegada. Allí fue el mundo al revés, paisaje inverso, invertido, de nosotros mismos. La tierra quiso ser agua y el agua, tierra, en perfecta simetría desdoblada por una línea perfecta, divisoria de dos mundos idénticos y contrapuestos, indesunibles, cual ciclópeos siameses. Los ocres luminosos de la tierra tenían su perfecto doble inverso en el reflejo inmóvil del espejo del agua, agraciado con una luz menos cegadora, dulcificadota amable de contornos casi siempre excesivos, ásperos. Arácnidos ocasionales podían romper el azogue del lago haciendo dinámico y movedizo en un mundo lo que era en el otro pétreo y estático. La tierra cubrió el agua y el agua recibió a la tierra en un acople imposible pero sentido, liberador y desmitificador. Una liviana mariposa cayó al suelo repentinamente, infartada, víctima del síndrome de Aschenbach. Más allá nos aguardaba el manadero silencioso de la fuente de la Intensidad de cuyas aguas bebimos hasta saciarnos.

Enlazados seguimos paseando por el fondo del oasis, comprobando aprobatoriamente que la tierra y el agua habían aprendido nuestros juegos y que el abrazo del entorno, de una naturaleza que tan sabiamente imitaba el arte amatoria, seguimos desplazándonos por entre los árboles de aquel improvisado vergel en medio de tan duro desierto, cubiertos de transparente oro viejo, que penetraban en la tierra para extraer de ella la savia que más tarde le devolverían convertida en lluvia.

Pero el ensalmo ya tocaba a su fin. Inevitablemente. Una inoportuna flecha azul me empujó sin piedad al presente en el que, desandando mis propios pasos, me encontré solo después de atravesar en sentido inverso la misma empalizada. Una luz acerada me recibió a la salida sin compasión para devolverme a lo que, convencionalmente y con evidente error, hemos dado en llamar realidad. Ella ya no estaba conmigo y yo quedaba, una vez más, en el árido desierto de una soledad irredenta.

Desdeluego