Guía de Mongolia (II)

Carta del amigo suicida

 No comenzaré con el convencional Querido etcétera. La sola idea de escribir una carta antes de suicidarme me repugna sobremanera, pero esto no es una carta de despedida; podría decirse que es una carta de negocios. Además, confío en la habitual ineficacia de Correos. Con toda probabilidad pasará suficiente tiempo antes de que llegue a tus manos y yo entonces estaré a buen recaudo bajo tierra.

En cierto sentido, ni siquiera me habré suicidado. Según tu doctrina, de todos modos habría muerto el día de mi suicidio (eso no supone ninguna dificultad), pero quiero apresurar un poco a la muerte, que llegue precipitadamente, que abandone otros asuntos pendientes y venga a darme el golpe de gracia. Te escribo estas líneas porque hay cosas que sólo podemos decir los muertos, y yo, de iure, lo estoy. La vida no se me ha hecho insoportable; lo fue siempre, como para todo el mundo, pero pese a todo lo insoportable que fue, nunca sentí el deseo de suicidarme y sólo tomé la decisión por motivos platónicos: podría haber aguantado unos cincuenta años más sin queja alguna pero esta apatía me ha inducido a levantar la mano contra mí mismo.

Dicho sea de paso, en los últimos tiempos mostré un comportamiento anómalo ante todo. Sufría viendo que el mundo aún vive en la ilusión de que la Tierra es redonda, mientras que como tú bien sabes es plana. Como ves, mi estado de embotamiento estaba tan avanzado que todo indicaba que algún día llegaría a formar parte de la masa y aceptaría prestar juramento de fidelidad a lo cotidiano, que es una muerte peor que el suicidio… A pesar de que no era mi intención, ya empiezo a justificarme; una muestra y evidencia más de mi profundo declive. Ah, si viviesen todavía los escolásticos… qué dulce sería para ellos. La mejor prueba del pecado original y de la depravación de nuestra naturaleza es la justificación, la justificación diaria por cualquier cosa que hacemos.

Pero no quiero hacerte perder el tiempo; el mío, de todos modos, se acabó. Pasemos a los negocios. He aquí el asunto. Hace un mes la recién creada revista Época me propuso viajar a Mongolia y escribir una guía, mejor dicho, un reportaje extenso sobre ese país dejado de la mano de Dios. Como en aquellos días ya había tomado mi decisión, te propuse a ti, y el director lo aceptó. De este modo verás mundo gracias a mi muerte, y yo tendré el consuelo de haber hecho algo útil.

Ahora también me gustaría añadir algo respecto a ti. Podría haberlo hecho en vida, pero ¿por qué estropear una de las ya de por sí escasas amistades? Quizá incluso podría haberme callado mi opinión. A decir verdad, dudaba si emitir un juicio sobre ti, pero finalmente el estúpido código genético que dirige nuestro bien común prevaleció, por lo que te pongo bajo la lupa de mis éxitos, no para humillarte sino para estimularte a emprender la limpieza de los establos de Augías de tu alma, aunque en el fondo dudo que lo hagas.

Porque, si alguien te conoce, ese soy yo. Como Cástor y Pólux, nos hemos arrastrado el uno al otro desde los días mitológicos de la escuela primaria, desde las guerras troyanas reñidas por las bellas Helenas provincianas (todas tenían las piernas en X o en O, pura matemática), pasando por la búsqueda del vellocino de oro de nuestra juventud, hasta la era Kali Yuga de nuestra edad madura. Ya que uso el lenguaje de los mitos, debo decirte que eres narcisista. Decir Narciso sería demasiado. Incapaz de comunicarte con el entorno, te has forjado unas fabulosas construcciones sobre la alienación, firmando así -con un pequeño mar de tinta- una sentencia que te libre de la obligación de compartir, de entender y de ayudar a otros. Para ello te serviste del agnosticismo. Y para que los escasos dardos del mundo exterior no te afectaran, te volviste tolerante. Qué gran escenografía para sostener tu personaje. Si tuvieras un mínimo de decencia, te tatuarías en la frente la palabra frágil.

Lees libros sobre la Edad de Oro, pero comes con la mano y ves películas porno, escuchas música negra en el seguro exilio de tu habitación llena de sintetizadores, frascos de colonia, gorras de oficiales del Ejército Rojo, iconos y hachas, radios estropeadas y corazones hechos de pan de especias. Para justificar tu miedo a las mujeres, ¿qué haces? ¿Lo dominas o te vas al monasterio? ¡No! Estudias a Schopenhauer y te proclamas misógino. Encerrado tras todo lo que se puede cerrar, envías, sentado desde estas madrigueras, tu irrisorio ultimátum a Dios.

Y a pesar de todo, siempre te he querido. Adiós.

P.S. Tampoco yo he sido mejor.