Dos modernos

Anoche pasaron por la tele de pago un biopic sobre los amores de Georgia O’Keeffe y Stieglitz. Él, Jeremy Irons, estaba muy propio con el bigotazo inconfundible y ese aire de hombre rico pasándolo mal. Ella, Joan Allen, que suele hacer de mujer dura, encarnaba con propiedad el aspecto de aquella mujer que no pintó un solo cuadro decente en toda su vida pero que tanto influyó en la moderna cultura norteamericana.

La peli recoge, a grandes brochazos, desde el momento en que ambos se conocen en la 291, la galería de arte de Stieglitz, hasta la muerte de éste y la soledad final de la artista. Si alguien no conoce la índole de aquella relación, sus tiempos y el papel que ambos jugaron habrá visto la relación entre un hombre mayor atrabiliario, caprichoso, elegante e irresponsable y una joven pintora atormentada por las infidelidades, que se debate entre la necesidad de atender al hombre de su vida y elaborar su propia obra.

Stieglitz, una figura capital en el desarrollo del arte norteamericano y la fotografía, parece un alfeñique junto a la segura y rocosa O’Keeffe. Por supuesto no se menciona el apasionado romance de ésta con el también fotógrafo Paul Strand, o con cualquiera de los hombres que animaron su vida. La peli tiene mucho que ver con el museo dedicado a su memoria, y la caracterización como santa moderna -con su parte de martirio por causa del Hombre- tiene sentido desde tal punto de vista.

Es interesante pensar qué le debemos a uno y otro. A Stieglitz corresponde haber sido el introductor en Norteamérica de la obra de pintores como Cézanne, Braque o Picasso, si eso tuviera algún valor. Más importante, para mí, es su paso desde la fotografía pictorialista a la fotografía directa (straight photography) que tanto juego ha dado en todas estas décadas y que no sabemos dónde parará con la revolución digital, además de haber descubierto y servido de apoyo a artistas como Strand y Adams. La deuda de Stieglitz con O’Keeffe es tremenda por haber puesto ésta su cuerpo a disposición de la cámara de aquel. Ella sirvió de fuente para desembarazarse de la morralla que enturbiaba su obra. El poco atractivo cuerpo de la pintora fue el asidero para que la moderna fotografía triunfase. Pocas veces tanto con tan poco.

O’Keeffe pasó su vida pintando esos cuadros de colores desabridos, deslavazados y turbios en una deseada y nunca lograda sencillez. Es uno de esos casos habituales de la modernidad en que la biografía es más interesante que la obra. Estoy seguro de que, en persona, era una mujer mucho más atrayente de lo que las fotografías nos dicen y con ideas interesantes que nunca supo llevar a puerto. Sus flores gigantes son aburridas e inanes hasta el bostezo, sus paisajes formalizados aburren a las ovejas pero su prestigio personal no ha cesado. El propio Karsh se sintió obligado a viajar a Taos para fotografiarla en el que tal vez sea el mejor retrato que nadie le hizo. A Georgia O’Keeffe, pionera en tantas cosas, le faltaba entrar en el martirologio femenino para encontrarse y competir con otras mujeres tan poco interesantes en lo artístico como Kahlo. De eso va la película.