Se muere

El pueblo se ha muerto. No es que fuera muy jaranero, salvo los jueves por el mercadillo y otras fiestas de guardar, pero ahora es desolador. O tal vez siempre haya sido así y me he mal acostumbrado durante estos años de dinero fácil.

Al café que frecuento iban las mujeres a la hora de dejar a los niños en el colegio y a la hora de recogerlos. Desayuno y aperitivo. Café con churros y cañas con tapa. Nunca había mesa libre. Ahora sólo van los que llevan cincuenta años yendo, o más. A mediodía, cuando yo paso por allí de vuelta del paseo y entro a tomar un refresco, tres o cuatro parroquianos que ya nos saludamos como viejos amigos: P. el florista, una soltera irredenta que tiene pinta de no amar al sexo contrario y uno que es amigo o vecino de los dueños. Me ha faltado otro pero ese es el único cuya cara cambia.
Los comerciantes, aunque llueva, salen a las puertas: no hay clientes. Dos ochenta de caja llevo en toda la mañana, me dijo uno el otro día. Qué desastre. Ayer cerraban antes de que diesen las dos, para qué esperar a las campanas del reloj de San Martín si ya no va a entrar nadie. Por todas partes carteles de se vende, se alquila. La modesta librería de viejo también ha cerrado. Se han llevado los libros y queda el local vacío, polvoriento, como se puede ver a través de los escaparates. Ayer, cerca del descampado que va a San Lázaro encontré que un entusiasta había abierto y cerrado a los pocos días un centro de ocio infantil. Qué ingenuo, en este pueblo en el que los niños todavía juegan en los parques si hace buen tiempo.
Da agobio trabar conversación con los comerciantes y hosteleros. Lo habitual es la idea de que no van a resistir mucho más. Alguno tiene su cerca con vacas y aguantará. Todo esto es para decir que una ciudad de servicios, de mercado, desde la Edad Media y posiblemente antes, languidece por la crisis, por la instalación de las grandes superficies comerciales y por una autovía que nos deja a poco más de un cuarto de hora de la capital.