Nada que temer

Mi añoranza de Dios se manifiesta en la falta de un sentimiento subyacente de interés y fe cuando afronto el arte religioso. Es una de las hipótesis obsesivas de los no creyentes: ¿Qué pasaría «si fuera verdad»…? Imagina que escuchas el Réquiem de Mozart en una gran catedral -o, en realidad, la misa de los pescadores de Poulenc en una capilla en la cima de un acantilado, húmeda por las salpicaduras de salitre- y que tomas el texto como un evangelio; imagina que lees como verídica la sagrada historieta de Giotto en la capilla de Padua; imagina que consideras un Donatello como la faz auténtica de Cristo sufriente o de Magdalena llorando. Sería -por decirlo suavemente-añadirles una pizca más de encanto, ¿no?

Puede parecer un deseo intrascendente o vulgar: de más gasolina en el depósito, de más alcohol en el vino; de una mejor (o en cierto modo más grande) experiencia estética. Pero es algo más. Edith Wharton comprendió el sentimiento -y la desventaja- de admirar iglesias y catedrales cuando ya no crees en lo que representan estas construcciones y describió el proceso de intentar remontarte a través de los siglos para comprenderlo y sentirlo. Pero ni el más imaginativo puede acabar reviviendo exactamente lo que un cristiano habría sentido contemplando la vidriera recién instalada en la catedral de Bourges, o escuchando una cantata de Bach en la catedral de Santo Tomás de Leipzig, o releyendo un episodio bíblico reproducido en un grabado de Rembrandt. Es de suponer que a este cristiano le hubiese preocupado más la verdad que la estética; o, al menos, que su apreciación de la grandeza de un artista la habrían determinado la eficacia y la originalidad (o, en realidad, la familiaridad) con que estuvieran expuestos los principios de la religión.

¿Tiene importancia que saquemos la religión fuera del arte religioso, que la reduzcamos a la categoría estética de simples colores, estructuras, sonidos, y cuyo significado esencial es tan lejano como un recuerdo de la infancia? ¿O es una pregunta ociosa, puesto que no tenemos alternativa? Fingir creencias que no profesas durante el Réquiem de Mozart es como fingir que te parecen graciosos los chistes de cuernos de Shakespeare.

¿Qué pasará cuando el cristianismo se sume a la lista de religiones muertas y se enseñe en las universidades como una parte del programa de estudios sobre el folklore, cuando la blasfemia no sea legal o ilegal, sino simplemente imposible? Pasará algo como lo siguiente: por primera vez comencé a interesarme por las estatuillas cicládicas de mármol. Databan de alrededor de los años 3000-2000 a.C., la mayoría son femeninas y hay dos tipos principales: formas de violín semiabstractas y representaciones más naturalistas de un cuerpo estilísticamente alargado. Lo típico es que estas últimas presenten: una nariz larga en una cabeza similar a un escudo y desprovista de otros rasgos; un cuello estirado, los brazos cruzados sobre el estómago, con el izquierdo generalmente encima del derecho; un triángulo púbico bosquejado; una división cincelada entre las piernas, los pies de puntillas.

Son imágenes de una pureza, de una gravedad y una belleza singulares, que te llegan como una nota tranquila y sostenida que oyes en una silenciosa sala de concierto. Desde que ves erguirse ante ti una de estas formas, la mayoría de las cuales miden menos de un palmo, tienes la impresión de comprenderlas estéticamente; y ellas parecen coincidir en esto y te apremian a saltarte cualquier información mural histórico-arquitectónica. Esto se debe en parte a que evocan muy claramente a sus descendientes modernistas: Picasso, Modigliani, Brancusi. Los evocan y los superan: es bueno ver cómo a estos admirables tiranos del modernismo les roba originalidad una comunidad de anónimos escultores de las Cícladas.

Julian Barnes, «Nada que temer»