Fotografía habanera

 

Dormitorio en La Habana

 

La anciana estaba allí, dormida y acurrucada bajo las sábanas, en el otro extremo de la habitación. Pregunté por ella en la acera, frente al edificio con las puertas y balcones pintados de verde oscuro. Recuerdo que me quedé encantado mirando la fachada recién restaurada y repetí el mantra: la mejor arquitectura española del siglo XIX se hizo en La Habana. El corro estaba formado por gente simpática, habaneros aficionados a las bromas, con el buen humor que gastan, algo socarrón a veces.

Ahora, con el paso del tiempo, me cuesta recordar por qué buscaba a la anciana. Sé que estuve fotografiando por los alrededores y tal vez me hablase de una nieta suya que estaría encantada de posar para mí. Debimos tener alguna conversación al respecto, quizá mediar un precio, y debí explicarle que no quiero modelos, que sólo busco gente corriente, en la calle y en las casas.

La vivienda se conservaba bien y las habitaciones, de altos techos moldurados, estaban pintadas con esos colores tan elegantes y al mismo tiempo imposibles para un europeo educado en la contención y el tono medio. Qué riqueza de texturas, cuántos recuerdos al ver esos temples y estucos.

No sabía qué hacer y me senté en la antesala del dormitorio en el que la anciana seguía durmiendo. Lo hice sobre una cama deshecha, con el hueco bien marcado todavía por una persona. Tal vez la nieta aunque más parecía señal de hombre. Por otra parte, la habitación de la anciana era muy grande y había dos camas en ella, una sin deshacer.

Volví a asomar al dormitorio -llevaba un buen rato sentado y paseando, dando vueltas por la casa- y entonces la anciana se desperezó y, en lugar de asustarse, me reconoció en el acto. Se echó a reír y me dijo que permaneciese fuera mientras se vestía.

A esas horas el calor ya era sofocante y aquellas habitaciones tan cerradas me estaban agobiando. Me desabroché un poco la camisa y salí al balcón. El bullicio habanero me invadió de pies a cabeza, con ese olor tan especial, cargado de sales, humedad y un punto indefinible que no sabes si es el olor de la tierra, de la vegetación o del sudor de las personas. Desde allí podía ver a los cambistas de viviendas, con sus carteles pintados sobre cartón. Cambio dos por una. Alguien que ha aumentado familia, aunque decir eso en éste país donde el concepto familia es tan extenso como en África, viene a ser poco. Cuántas personas vivirían en esas dos viviendas que cambian por otra más grande. Después vendrá la burocracia, heredada de España, con sus libros de registro, notarios, escribanos y diversas oficinas en las que perder un tiempo que no es como el nuestro, tiempo que sirve, también, para resolver, timarse con alguien y quedar, dar unas vueltas y confraternizar con la gente. Sin prisas.

La anciana me tocó en el hombro y preguntó qué me había llevado hasta allí. Cosa de poco -respondí. Unas fotografías. Se echó a reír, dejándome desconcertado. No esperaba esa risa y me aturullé, dando explicaciones absurdas acerca de mis intenciones.

(…)