Perder el norte

 

 

 

Corto viaje a Pamplona para una tanda de pruebas médicas, con parada en Salamanca para celebrar el cumpleaños de uno de mis hijos. Hacía muchos meses que no venía por la ciudad del Tormes y me vuelve a pillar de susto el hermoso color de la piedra de Villamayor cuando ha envejecido lo suficiente, aunque para susto el monumento que hay cerca de la plaza Mayor, enfrente de lo que fue el Gran Hotel y hoy es un bloque de apartamentos más.

Al pasar por algún lugar de la provincia de Valladolid, se ve desde la carretera un edificio de arquitectura muy a la moda, en el sopié de un monte. ¿Qué será aquello? -pregunto y ella me responde: «Tanatorio o fábrica de macarrones». Lo de la pasta es porque hay una escultura en la puerta que recuerda justamente a eso, a un macarrón con tomate.

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Tumbado en la camilla, esperando, miro al techo y trato de ver en la superficie de la escayola insonora algún patrón que explique esos puntos y rayas que parecen aleatorios. Por asociación de ideas me pongo a pensar en el dripping de Pollock y en el viaje de éste con André Masson para ver las pinturas de arena de los navajos. En el callejón sin salida al que llegó el artista, qué hubiera sido de él unos años más tarde, cómo habría «evolucionado» (un término muy querido por la vanguardia pero del que ya dije en una entrevista hace muchos años que nos trataba como monos). Por suerte para los coleccionistas tenía el hígado empapado en alcohol y se mató justo a tiempo.

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Por contra, y aunque me parece un pintor muy literario, es decir, que confía la emoción ante la obra a cualidades ajenas a la pintura, Andrew Wyeth no tuvo el menor problema en alcanzar la vejez pintando, sin moverse un milímetro de sí mismo y sólo variando temas y la propia sabiduría pictórica, el dominio del oficio, cada vez más intenso y acentuado.

Es una de las ventajas de la figuración sobre el arte abstracto, por ser éste último un reduccionismo. El espectador se cansa antes de un lenguaje limitado, aunque sea voluntariamente limitado (algo que cabría discutir) y trata de penetrar con la mirada en lo que el lienzo ofrece, la perspectiva lineal (Uccello) y la atmosférica (Giorgione), los dos grandes descubrimientos y aportaciones de la pintura figurativa occidental.

Lo mismo que el oído busca en la poesía palabras que lleven al cerebro conceptos complejos, el ojo busca en la pintura imágenes que llevarse a los sesos. Nuestros ojos están programados, o condicionados,  de tal modo que en un círculo con tres rayitas colocadas de cierta manera sólo podemos ver un rostro. El tormento de los pintores abstractos: que no apareciese un conejo entre las manchas de pintura.

Un conejo no pero una vaca con cuernos sí que veíamos todos una tarde en el cuadro de cierto pintor abstracto. Tanto la veíamos aparecer flotando que terminó por cargarse el cuadro en un vano intento por hacerla desaparecer. Nos miramos todos, incluyendo al pintor, y no sabíamos si deberíamos reír ante lo sucedido o echarnos a llorar. La tensión se alivió cuando lanzó la brocha cargada de pintura contra el suelo y todos quedamos un poco salpicados.

No el autor sino la obra, algo que me enseñaron siendo muy joven. No Goya sino tal Goya. Esa actitud, la única respetuosa con el arte, es también la única que nos permite rescatar cuadros de pintores desconocidos, de pequeños maestros o de gente que perdió el norte.