Las aves de antaño

 

D'Après Philippe de Champaigne

 

Me gusta pasar la Nochevieja junto al mar y elijo lugares que, por sus características, sean poco o nada turísticos para los españoles. Unos cohetes desmayados y poco más, eso marca toda la alegría de la gente del lugar.

El mar ha estado furioso y el tiempo frío. Y esto último, frío, es lo que hacía a rabiar. El día 31 amaneció borrascoso y nos refugiamos en un chiringuito con vista a las fuertes olas. Mientras ella tomaba un apunte yo leía en el Kindle y ambos nos quedábamos transidos. Ni un radiador a la vista.

Se nos quitaron las ganas de pasar parte del día en una ciudad cercana pues la lluvia hubiese impedido que pudiéramos pasear, metidos en algún café.

Al caer la tarde templó y nos fuimos a cenar temprano. No estaban las aves del año pasado, que podían verse desde el paseo marítimo, y cuya furiosa actividad era imposible deducir, justo en la línea donde la ola, ya rota y sin fuerza, deja la última humedad. ¿Qué comerían a esas horas de la noche?

La habitación del hotel, a pesar de ser cara, no disponía de radiador. En su lugar, un climatizador de pared, de esos que también sirven para el aire acondicionado, y que sólo funcionan si la tarjeta abrepuertas está colocada en su sitio. Tuve que pedir dos para dejarlo funcionando y disponer de algo de calor.

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El día de Año Nuevo salió resplandeciente. La borrasca se había ido salvo por una barrera de nubes en el horizonte, fundiendo la línea entre mar y cielo, nubes que ya no suponían amenaza sino una pantalla en la que la luz del sol y el propio mar iban pintando a trozos.

A pesar de ello decidimos marcharnos a otras zonas costeras, pensando en futuros viajes. Hicimos una comida en un restaurante sobre el mar, cercano a un faro de piedra que todavía está habitado.

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Regresamos con mucha calma, parando en una población fronteriza con bella arquitectura, antes de entrar en nuestro duro país.

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Cuando no prestas suficiente atención a las cosas, suelen tener lugar las casualidades.

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Vivimos tiempos descomunales y soberbios. No se trata de andar todo el día entre Vanitas pero sabemos que las mayores obras humanas son tan febles que desaparecerán en poco tiempo. Transeúntes entre la sombra y la sombra, no perdurará nuestro recuerdo, el de la especie, más allá de unas cuantas generaciones.

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Días atrás vi una foto en el periódico regional. En ella se ve a un alcalde disponiéndose a abrir una botella de champán, junto a una mesa llena de confites, para celebrar con los vecinos la llegada de una nueva subvención. Es una caricatura tan buena de la región que me entraron ganas de recortarla pero se impusieron el aburrimiento y el hecho de que el periódicos no era mío.

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Pocos individuos tan pesarosos como aquellos de naturaleza emotiva. Y cabría añadir que tan pesados.

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Me servía el café un tipo pequeño pero al modo en que lo son los perros tobilleros: todo arrojo y temeridad, sin importarles el daño recibido ni ser conscientes de su propio tamaño.

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Nunca estoy más cerca de hacer algo que cuando he dicho exactamente lo contrario. Machado no lo dice así (citado por Iñaki Uriarte) pero es como lo recuerdo.