Entre los condenados

 

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Los golpes que daban los albañiles nos hicieron reír muy temprano. Recordamos a Z. cuando se le quemó la casa a aquel editor. Le dijo a uno de los bomberos que la ilusión de su vida era ponerse un casco como el suyo y el muchacho se lo alargó. Z asistió al incendio, desde la calle, con el casco puesto; un casco negro esmaltado, muy brillante y con adornos dorados.

En realidad no apagaron nada sino que destruyeron la casa. Una viga cuya cabeza debía apoyar en la chimenea se chamuscó y el humo inundó la estancia. La pareja se asustó y pidieron socorro aunque, de haber sabido las consecuencias, no habrían tocado el teléfono. Aquellos hombrones como armarios, armados de hachas y piquetas, rompían todo lo que veían aunque no estuviese ardiendo.

-Es por si se quema -dijeron luego para justificar el daño pero lo cierto es que no dejaron puerta, mueble ni tabique que no destrozasen o echasen abajo. Z me decía, por lo bajo, que la mejor manera de destruir una casa es llamar a los bomberos, que eso siempre ha sido así y es cosa sabida pero que hay que justificarse ante los vecinos por si alguien termina quemado.

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El color en el campo ya no da más de sí, sofocado por el aire caliente y ansiando una otoñada que no acaba de asomarse con esa quietud perceptible, a la espera, que las plantas muestran cuando va a cambiar la estación.

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Al irnos definitivamente de la vida tal vez no tengamos en los ojos a los seres queridos sino un celaje, el encuentro de éste con su alcor o un pimpollo brotando de una rama muerta; la seriedad de un manojo de lilas o el cabrilleo de la luz sobre la hierba nueva; el resbalar de la luz dorada sobre una pared vieja o los líquenes de San Martín de Tours. Quién sabe.

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La felicidad aspira a la permanencia aunque, por su propia fragilidad, no pueda durar. Es el sueño de la flor silvestre por vivir en invernadero, a cubierto de la brisa suave que, meciéndola, la mata.

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Sólo la verdad nos hace libres, se dice. Pero es justo al revés: es la libertad quien nos hace amar la verdad.

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Como estamos sin cocina a causa de las obras cenamos fuera de casa y comemos en el piso de L. Pidió permiso y enmarcó obras mías de hace años junto a carteles dedicados de Z. a quien evocamos esta mañana con el casco de bombero, como un niño. Un niño muy sabio, que se negó a crecer en parte, manteniendo intacta la capacidad de asombro ante la vida y ante el arte. Aquel ojo privilegiado, ojo absoluto, que podía discernir un acento mal colocado en una composición por compleja que aparentase ser. Empezó su colección de Rembrandt con dieciocho años y llegó a tener veintiséis obras de primera. Cómo le brillaban los ojos, qué emoción cuando regresaba de un viaje en el que había conseguido pieza y cómo le temblaba la voz al enseñármela.

En su caso fue cierto que los elegidos de los dioses mueren jóvenes. Y se le echa mucho de menos; continúa el pesar después de tantos años, una pena que sé que es inextinguible aunque mi casa, no sólo mi corazón, esté llena de recuerdos suyos.

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Sólo ha habido dos pintores vivos a quienes haya admirado de verdad y por razones opuestas. Dos talentos extraordinarios que, por desgracia, no conseguí acoplar en mí. Conservo ramalazos de uno y de otro, chispazos y un caminar seguro hasta donde puedo estarlo, que es poco trecho antes de la duda infinita. Los dos me sirvieron para educar el material de los sueños que estaba conmigo desde que tengo recuerdos.

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Siento una aversión profunda por la obra de Dalí. Y también por su persona, que me produce verdadero asco con ese pelo grasiento e inadecuado y su famoso y repulsivo bigote. La materia de sus obras me resulta tan relamida y asquerosa que me hace pensar en cucarachas aplastadas de caparazón brillante. En cuanto a ese dibujo de sus cuadros que la gente dice admirar tanto, son fotos proyectadas. Nada que admirar.

Un pintor mediocre, de nula musculatura pictórica, pero un hábil vendedor de humo. Ingenioso y tumbativo, recibió mucho más premio del que merecía. Pero algo está mal en mi juicio porque mis contemporáneos han convertido su exposición del Reina Sofía en la más visitada de todos los tiempos, por encima de otras realmente buenas. Señal de que a la gente le gusta el circo sobre todo. Y sale una listorrilla hablando de hormigas, de la influencia de las hormigas en la obra del genio. Qué decir, cómo explicar que ni el circo ni lo literario tienen valor pictórico alguno, que hay más verdad en dos pinceladas de otros pintores que en todos esos cuadros insinceros, atravesados y hechos desde la perspectiva del comercio.

Viendo estas cosas me hago consciente de la soledad irremediable en que me toca vivir, en la separación, cada día mayor, entre mi actitud y el mercado; es decir, entre arte e intereses, lo que Z. llamaba el qué¿Qué te interesa, la pintura o el qué?«). No me quejo: he tenido la suerte de haber podido separar hace muchos años lo que amo de lo que me da de comer. La mezcla no es buena, se paga un alto precio por llevar una vida de pintor o de escritor. Terminas enganchado en el qué para que tu voz se distinga del ruido. En el mundo de la modernidad el artista ya no cuenta con la dignidad del encargo y, en su lugar, debe torear con la indignidad de algo que llaman libertad creativa pero que es el más tremendo de los dogales que nunca haya apretado cuello de artista, en toda la historia del arte.

No es posible comparar al temible e inteligente adversario de un Miguel Angel con la crueldad estúpida y pagada de sí misma de una de estas damas del arte moderno. Por mucho que aquel fuera un cardenal todopoderoso y esta una cagamillones. Imaginar a esas pavas o a un imbécil dirigiendo un museo mientras deciden qué es arte y quién es artista resulta muy dañino. Cierto que pueden arruinarte la vida y conseguir que tu obra tenga que hacer el submarino durante muchos años tal y como el cardenal de marras intrigó contra el autor de la Sixtina pero, al menos, Miguel Angel pudo tomarse la venganza de colocar al enemigo entre los condenados en el Juicio Final. Y el tipo da bien, su retrato es elocuente. Ninguna de estas damas tiene retrato. Son malas por ignorantes, por osadas, lo que no excluye que cuando persiguen tu mal terminen por conseguirlo.