Lo que es suyo

 

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Durante muchos años, y también en mi juventud, la lectura al uso sobre Las Meninas fue la realista. La cosa venía de lejos, del siglo XIX, y fue aceptada por la mayor parte de historiadores españoles del arte.

Según esta lectura se trata de una escena ocurrida en palacio y con el pintor como testigo. Una traducción pictórica realmente prodigiosa de un hecho banal, transfigurado y llevado a la cima de la pintura figurativa occidental por la capacidad del genio para convertir en signo pictórico coherente cualquier fragmento de lo real, por complejo que fuese.

Así, no cabía más que arrodillarse y decir -con Lucas Jordán o Lucca Giordano- que Las Meninas son la Teología de la Pintura o preguntarse, como el francés, que dónde está el cuadro.

Pero las cosas no son tan sencillas, ni de hacer ni de explicar. Otras lecturas más agudas y acordes con los hechos han venido a hacernos ver algunas cosas que parecían veladas para siempre por esa identificación de nuestro primer pintor con el realismo de vuelo bajo. En otras palabras: Velázquez no es un Sorolla del siglo XVII, con todos los respetos para el valenciano.

Sabemos que hay dos cuadros en Las Meninas, uno debajo del otro, y que no se trata de pentimenti sino de dos cuadros parecidos excepto que el significado es por completo diferente. El asunto ha permanecido ignorado hasta que la moderna tecnología se ha aplicado a la obra con el rigor habitual de G. Pero no voy a comentar ahora este asunto, que dejo para mejor ocasión.

La escena que se nos describe en el cuadro es una momentánea acción: la infanta Margarita, con la posición de la cabeza todavía girada hacia Nicolasito Pertusato -que molesta con el pie al mastín que dormita tranquilo en el estudio del pintor- ha visto aparecer a sus padres, los reyes, y comienza a dibujarse en su cara una sonrisa. La menina que sirve a la infanta el bucarillo con agua fresca, María Agustina Sarmiento, no se ha percatado de la presencia real y continúa en su acción mientras la otra, Isabel de Velasco, los ha visto y comienza la inclinación obligada por la etiqueta de palacio. El pintor ha suspendido el gesto de llevar el pincel a la paleta y mira a los reyes antes de inclinarse en señal de respeto. De la pareja de guardadamas, sólo el personaje masculino se ha percatado de lo que ocurre y la enana Maribárbola mira sorprendida. Incluso José Nieto, que tiene a su cargo ir abriendo las puertas al rey, suspende el gesto de ascender la escalera que se ve al fondo, por la puerta abierta.

Sabemos que todo ocurre en este sentido por el reflejo de Felipe IV y Mariana de Austria en el espejo de la pared del fondo. Ignoramos qué está pintando Velázquez y probablemente nunca lo sabremos, a pesar de los intentos más que banales de aquellos que se han partido la cabeza para establecer, de acuerdo a las leyes exactas de la perspectiva cónica, que el pintor estaría haciendo el retrato de la pareja real. Con esas mismas leyes se comprueba que el reflejo del espejo no puede mostrar lo que hay en el lienzo pues los planos no son coincidentes.

Un pintor de cámara haciendo un cuadro, que es visitado por la infanta y su séquito y recibe, además la visita de los reyes. Esa es la historia pero, si no es una tranche de vie, ¿cuál es el sentido de lo que vemos?

No es habitual, ni siquiera respetuoso, adecuado y conveniente, que un pintor incorpore su propia imagen a la de los miembros de la familia real y, menos todavía, a la de los reyes. Desde cualquier punto de vista es una osadía que hubiera sido castigada con dureza salvo que contase con el beneplácito del rey.

Sabemos de los dones que animaban el carácter de Velázquez y cómo era estimado por el Rey Planeta, como pintor y en lo personal. Felipe IV, muy amante de la pintura y pintor él mismo, disponía de sillón fijo en el taller del sevillano al que acudía con mucha regularidad a verle pintar. Es altamente probable que el incremento experimentado por la colección de pintura de los Austria con los dos viajes de Velázquez a Italia fuese acordado por ambos durante las muchas sesiones acaecidas en el taller del pintor. De igual modo ocurrió con los cambios en la arquitectura del Real Alcázar o el retrato ecuestre en bronce del monarca ejecutado por Pietro Tacca con la colaboración de Velázquez. Es fácil concluir ante los hechos documentados que, con la distancia y respeto debidos a la etiqueta, hubo una relación personal.

Pero no se trata de eso sino de algo un poco más complejo aunque tenga su origen en la citada relación. El debate sobre la nobleza del ejercicio de la pintura se inició en Italia en el siglo XV pero en el XVII todavía no había sido resuelto satisfactoriamente para los pintores en España. Aquí seguía siendo considerado un oficio mecánico y no liberal y, por ello, cosa vil -propia de villanos pues ese es el sentido- y sometido al pago de la alcabala o impuesto. No era sólo cuestión de nobleza sino también de dinero ya que las artes liberales no pagaban el impuesto.

Es Plinio quien cita la amistad que unió a Alejandro Magno con Apeles, su pintor, al punto de no dejarse retratar jamás por ningún otro. Y esa historia fue invocada una y otra vez en el debate en Italia para justificar que tan gran monarca no pudo otorgar su amistad a un artesano. La cita fue recogida también por Francisco Pacheco, suegro y maestro de Velázquez, en su famoso Tratado.

Y Velázquez, pintor de fábulas que utiliza la realidad como pretexto para incardinar sus historias en la vida que le rodea, vuelve a hablarnos de la amistad del soberano con el gran artista, aunque tiene el pudor -muy velazqueño- de aludir a la presencia del rey sólo con su reflejo especular.

El pintor lleva discretamente en la cintura la llave maestra que abre todas las puertas de palacio, incluyendo las que dan acceso a las habitaciones del rey, y luce en el pecho la cruz de la Orden de Santiago, que sólo pueden llevar aquellos cuya nobleza de sangre haya quedado demostrada. No incido en este particular sobre el que ya se ha escrito mucho y cuyo proceso es de sobra conocido, incluyendo las mentiras que todos los testigos invocados deben cometer para ocultar que el pintor es nieto de un calcetero por vía materna. Aunque la pretensión del pintor no logra pasar el tribunal que lo juzga, sabemos de la inapelable frase de Felipe IV escrita al margen del documento: «Concédasele«.

El pintor que comenzó en su juventud distinguiéndose como un consumado realista, tan criticado por otros pintores de cámara por no saber pintar -según ellos- cuadros de asunto, termina pintando fábulas, que es como se llamaba en aquel tiempo a los cuadros cuyo sentido no es el evidente. ¿Qué son Las Hilanderas más que la fábula de Aracne y Palas Atenea con su consiguiente lección moral? Y tal vez no haya que decir que Las Lanzas o La Rendición de Breda -modelo para los pintores de historia del siglo XIX- también tiene su parte de fábula. O ese enigmático cuadro final en la vida del pintor en el que duerme Argos mientras Mercurio se acerca a robarle lo que es suyo.