Non finirla mai

 

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Los historiadores del arte son necesarios, más que los críticos. Hace unos días me dijo P. que leyendo estas notas mías se sentía confuso a veces y dolido en su condición de historiador del arte. Fue a propósito de la columpiada de Manuela Mena con su interpretación de Las Meninas y el despropósito de retirar del catálogo de obras de Goya una tan extraordinaria como «El coloso».

Lo que sucede, querido P., es que –como tantas otras profesiones– la de historiador del arte está inflada y tomada al asalto por gente sin ninguna vocación y con escasas facultades para ejercerla con acierto. No basta que a uno le guste el arte: hay que respirarlo. Un buen historiador pasa una parte importante de su vida en los archivos, en busca de los imprescindibles documentos que avalen sus hipótesis. Pero también ha de saber utilizar los ojos y no precisamente para fijarse en cuestiones secundarias, que hasta se pueden falsear intencionadamente.

No basta con que en un archivo del XVIII relativo a una colección de pintura o una testamentaría aparezca mencionado un cuadro con tal tema y unas medidas similares para dar por buena una atribución. Hay que mirar el cuadro, hay que destriparlo, ponerlo patas arriba y escrutar hasta la más leve señal. Y aún así se puede columpiar uno, no digamos si los ojos –que son las ventanas del criterio– parten de un a priori.

Vamos a seguir con Velázquez porque ambos lo admiramos y porque sus obras son conocidas de todos. Tras la hojarasca medio histórica, medio poética, que lo presentaba como un pintor muy hábil pero sin cabeza –y que Sánchez Cantón liquidó definitivamente en 1925 al publicar los títulos de su biblioteca– vino una etapa que ha durado bastante en la que el por fin ilustrado pintor era presentado como una sombra melancólica y solitaria, pintando obras maestras en un palacio tristón para personas que no las merecían ni apreciaban y por completo desconectado de la realidad del arte de su tiempo. Me estoy refiriendo a la tontería del pintor-ave.

Por el contrario hoy sabemos de su amor por la ciencia, por los emblemas alegóricos, por la arquitectura –que practicó tardíamente–; sabemos también que Felipe IV distaba mucho de ser el rey pasmado que algún novelista poco informado y en mangas de camisa presenta en una conocida novela (antes bien sentía viva pasión por las artes, practicaba discretamente el dibujo y la pintura, era músico aficionado y sentía vivo orgullo de su gran colección de pintura y escultura). Un programa pictórico como el de Velázquez en su última etapa no hubiera sido posible llevarlo a cabo sin la complicidad explícita del rey.

Pero hay más: Velázquez no sólo tenía acceso completo a la colección real –y por ello gozaba de mejor información que la mayoría de los pintores europeos de entonces– sino que mantuvo estrecha relación con pintores tan internacionales como Rubens y Van Dyck. Y también con otros como Poussin, Claudio el Lorenés, Guercino y Ribera, a quienes conoció y trató en su periplo italiano. Incidentalmente debo decirte que, durante años, me he preguntado cómo se entenderían Velázquez y Rubens sin tener en cuenta que tanto el autor de «Las tres Gracias» como su discípulo Van Dyck hablaban y escribían en un correcto español pues era lengua obligada en su tierra natal.

Y fíjate qué curioso: trajo con él un pintor italiano, Hercules Bartolussi (seguramente Bartolozzi y eso me hace pensar en M.) para que le sirviera de ayudante pues –otra de las evidencias que niega la idea del pintor-ave solitaria– Velázquez mantuvo taller abierto como otros grandes pintores. En él trabajaron no sólo su hermano –desaparecido prematuramente– y Mazo sino Pareja, seguramente su íntimo amigo y condiscípulo en el taller de Pacheco Alonso Cano, además de otros cuyos nombres se pueden buscar pero que no recuerdo ahora. Como sabes a Velázquez le aburrían soberanamente los detalles y, si eran de rigor, los confiaba por completo a sus ayudantes. Lo mismo pasaba con las copias de los retratos de la Familia Real: hacía una primera versión del natural y se desentendía de las réplicas, ejecutadas por los ayudantes al completo.

Cuántas de estas copias, muy bien ejecutadas por pintores que conocían perfectamente la técnica del maestro, han pasado por obras de su propia mano. Precisamente por lo que te decía al principio, porque la gente no usa los ojos y se queda en la superficie, sin tener en cuenta cómo resuelve Velázquez la conversión de lo real visible en signo pictórico, que es donde aparecen el talento del pintor con todas sus habilidades y donde no caben engaños.

¿Solitario un pintor que mantiene taller con cinco o seis ayudantes, cuyas obras son demandadas no sólo por la Corona sino por los coleccionistas de su tiempo –a quienes cobra muy caro por ellas–, que mantiene relación con los mejores artistas de su época, que no se pierde una fiesta, que tiene reputación de hombre elegante en lo personal y de gran gusto y que –por terminar una relación que podría alargarse bastante más– está completamente al día en cuanto a la pintura que se practica fuera de España? De verdad, resulta ridículo.

El argumento que suelen esgrimir quienes mantienen esa tesis es el escaso número de obras que nos dejó pero es un argumento que no se tiene en pie. Por un lado porque se perdieron algunas con fama de muy valiosas en el incendio del Alcázar (se perdió tal cantidad en aquel desdichado incendio que algunos historiadores opinan que pudieran ser tantas como las que se conservan en El Prado provenientes de la colección de los Austria). Este aspecto lo han documentado de tal modo Brown y Elliot que no vale la pena insistir. Pero además está su cargo de aposentador real y la decisión de Felipe IV de no dejarse retratar más a partir de cierta edad.

Y a propósito de esto último, como el rey justifica en una carta su decisión a causa de la flema –dice– de Velázquez, se ha venido pensando en él como una persona de escasa fuerza vital, tal vez ciclotímico, cuando sólo se trata de una mala interpretación del sentido que tiene esa palabra en el caso del pintor de pintores. Pero habrá que dejar para otra ocasión el explicar por qué se confunden y en qué consiste tal flema.

Mientras tanto, mira el contenido de esta carta dirigida por Fulvio Testi –embajador del Duque de Módena, aliado de España que encargó un retrato ecuestre que terminó en un soberbio estudio de la cabeza y en un lienzo dibujado que nunca llegó a acabarse pues el Duque traicionó a España y se alió con los franceses– a su señor Francesco I d’Este:

Il Velasco fa il Ritratto de V.A. che sarà mirabile. Ha però egli ancora il difetto degli altri Valenthuomini, cioè di non finirla mai, e di non dir mai la verità. Glio ho date centocinquanta pezze da otto a buon costo, e dal Marchese Virgilio (Malvezzi) il prezzo si è aggiustato in cento doble. Egli è caro; ma fa bene; e certo i suoi Ritratti io non gli stimo inferiori a quelli d’alcun altro de’ più rinomati tra gli antichi o tra moderni.