Lirios que vienen del Sur

 

RobinTaliesin05

 

Es la primera vez que Miguelito siente curiosidad por saber cómo es mi casa, después de tantos años. Algunos días, cuando vuelve del campo tarde, llama a la puerta para recoger un euro y comprar lo que llama el bote, que es un yogur. No tiene dientes, perdió los últimos y es lo que debe comer, yogures y purés.

Nunca pasa de la entrada del zaguán. Ahí se clava y aunque le digas que pase no se mueve. Pero la última vez sí: entró, miró hacia el comedor, la escalera, pareció complacerle lo visto y me pidió el habitual euro con su peculiar forma de pedir, que es no pidiendo. Extiende la mano, te mira fijo y hace alguna pregunta cuya respuesta tenga que ser un número. El que sea le tiene sin cuidado.

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Es fácil imaginar la escena: Rubens tiene 51 años, es rico, ha triunfado como pintor y su obra causa admiración donde vaya.Está en Madrid por cuestiones diplomáticas de importancia pero aprovecha para retratar a Felipe IV. Su edad, en aquel tiempo, era el comienzo de la senectud. Velázquez tiene 29 años, está en la Corte gracias a la protección de Olivares y continúa pintando en la tradición de la forma cerrada, de raíz caravaggiesca. ¿Podemos imaginar que ver pintar al gran maestro flamenco, cuyos bordes –a la veneciana– nunca se cierran congestionando la forma, supone un mazazo tremendo para nuestro genio de la pintura?

Rubens conocía muy bien la obra de Caravaggio e incluso había copiado algún cuadro. Le gustaba la potencia de ciertas composiciones, la lateralidad, el desvío de la mirada del espectador de los lugares del plano pictórico en el que, según las premisas renacentistas, se encuentran los puntos fuertes compositivos, dejándolos vacíos y colocando los pesos y acentos en un recorrido visual más complejo. Pero Caravaggio es un pintor de formas cerradas, trabaja de fuera a dentro y eso no podía satisfacer a Rubens, que conocía a fondo la pintura de Tiziano y sabe que hay que dejar sitio al espectador para que sea él quien complete la forma.

Tiziano trabajaba a la inversa de Caravaggio: de dentro a fuera. Parte del núcleo de la forma y los bordes –imprecisos– no son un fin. Es ejemplar mirar de cerca la preciosa Dánae recibiendo la lluvia de oro del Prado. Está muy bien restaurada y pone de manifiesto pinceladas y matices que la mugre estaba ocultando.

Velázquez se nos hace veneciano. Tiene a su disposición todas las obras del Tiziano de la Colección Real, desde el Carlos V en Mühlberg (del que tantas enseñanzas sacará para sus propios retratos ecuestres) hasta los cuadros de asunto o fábulas.

Pero con el correr de los años, el dominio y la madurez, el gran pintor realiza otra pirueta en un más difícil todavía: pasa de Tiziano a Tintoretto, otro titán de la pintura.

En la galería central del museo, donde cuelgan ahora los grandes cuadros de asunto agrupados por autores pero también por escuelas –y está bien mezclar a Rubens con los venecianos– puede verse, espléndido y limpio, El Lavatorio*. Fechado en 1548-1549 fue escogido por Velázquez, comprado y traído a España durante su segundo viaje a Italia.

No puede extrañar que Velázquez se sintiese subyugado por esa claridad de dicción, por la potencia sencilla del dibujo y la habilidad para llevar la escena principal a un plano secundario. Si después de ver El Lavatorio nos vamos a ver los cuadros que el maestro pintó para sí –cuadros de bufones, modelos fáciles de convencer– y nos paramos especialmente en el Esopo y el Ménipo veremos hasta qué punto el gran pintor ha adelgazado la pintura, ha prescindido de pasos intermedios y construye directamente por masas sobre las que, al acabar, colocará acentos de luz y sombra para aumentar la plasticidad y presencia del personaje en el espacio.

Hay una estrecha relación entre El Lavatorio de Tintoretto y Las Meninas de Velázquez, y no sólo por el perro que ocupa en ambos cuadros una zona visual muy destacada sino también por los desplazamientos, la huida de la centralidad renacentista y la conexión sutil en la escena de unos planos con otros.

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Se fatigan las rodillas y el pulso tiembla un poco. Muchas horas de pie persiguiendo fantasmas. No me he dado cuenta hasta ahora de ese pequeño temblor en las manos, que atribuyo al cansancio. Y no siendo un preciosista, carece de importancia si fuese otra cosa.

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Como otros grandes malvados, Stalin comenzó estudios en el seminario. Iba para sacerdote de la Iglesia Ortodoxa Rusa y acabó siendo su peor pesadilla. Un personaje muy extraño, más allá del Gran Terror y la condena a muerte por hambre para los ucranianos. Un tipo que se emocionaba hasta el llanto con el concierto en La mayor para piano y orquesta de Mozart mientras su propia familia le tenía pavor.

 

*Se ha discutido la autoría de este gran cuadro hasta que, durante el proceso de restauración reciente, quedó plenamente demostrada. No se trata de la copia de un cuadro perteneciente a Carlos I de Inglaterra, como venía afirmándose, sino que fue uno de los cuadros comprados por Velázquez para la Colección Real. Sin embargo, en la información habitual de que se dispone, todavía se confunde con otra obra sobre el mismo tema que estaba en la colección de Carlos I de Inglaterra a la muerte de éste.

Naturalmente, no fue Velázquez el pagador –hay que pensar en los riesgos de viajar con tales cantidades de dinero– sino el embajador español en Roma. Es posible que tan trivial hecho diera origen al equívoco.