Comunistas de verdad

 

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Piensan quienes te leen echando pestes del Arte Moderno que eres un filisteo. Que no te has enterado, vaya, y no comprendes lo sustancial del meollo. Ignoran que en 1973 ya andabas con el arte conceptual. Y que después paseaste por todos los follones de las vanguardias y un crítico dijo de ti que eras un pintor «muy bien informado y muy culto«. Olé.

Lo dejaste tú, nadie te echó. Preferiste las nubes y los lirios, el paso de la luz por una sala poblada de ecos. Querías vivir la vida –que no te la vivieran– y pagaste muy a gusto el peaje del olvido. Alguna vez lo escribiste: «Aspiro a ser un pintor amateur, un dominguero». Y ya te da todo lo mismo: si lees alguna noticia relativa al arte de este tiempo es como el que mira al hombre elefante, por el interés que puede suscitar lo monstruoso en una mente curiosa.

Hoy te has desayunado con la noticia de que una artista pinta cuadros con su sangre menstrual. Y por qué no. Si hace ya casi un siglo que todo vale por qué se le podría negar el derecho de hacerlo y venderlo. Incluso de que termine en un museo de los de ahora, de grandes salas y cuatro cacharrines. La única precaución sería tener a mano un spray matamoscas porque la sangre, aunque esté seca, atrae mucho a los insectos.

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Aparte de los músicos poca gente hay que escuche tanta música como los pintores. Ahora no sé qué escucharán o si escuchan algo mientras trabajan pero en mi juventud lo habitual en el estudio de los pintores era un equipo de música. Tantas horas metido entre cuatro paredes induce a desear la compañía de la música. Hace muchos años que no escucho cierto tipo de obras mientras trabajo. Me refiero a óperas, sinfonías y otras músicas de mucho aparato. Prefiero piezas más sencillas: el piano, la voz humana en música de cámara, los cuartetos de cuerda, la música antigua… Y bastante Bach, sobre todo obra de teclado pero, aunque de joven lo prefería, ahora ya no lo escucho tocado al clave sino en el piano romántico. Y Monteverdi, claro. Todos los Libros de Madrigales.

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Decía alguien con mala intención de ciertos sindicalistas: «Tienen las manos callosas pero no de trabajar sino de aplaudir«.

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Leída la última entrega de los diarios de Uriarte. Es un autor al que se lee muy bien pues es conciso, tiene una prosa nítida y efusiones o jeremíadas las justas o ninguna. El retrato es atractivo, un gentleman vasco de fino espíritu y dolorido sentir que guarda para sí.

En esta entrega sale Peru un instante. Y cómo no recordarlo vivo cuando nos vimos por última vez. Lo que le gustaba la música y cuando nos juntábamos en casa o en la de Zóbel, que tenía un piano –que él no tocaba– por deferencia hacia sus amigos pianistas, por si les apetecía tocar un rato.

En mi exposición de 1977 en la Galería Juana Mordó los textos del catálogo los tradujo Peru. Entonces se ganaba la vida traducíendo a la Escuela de Frankfurt y tocaba el piano por afición; nunca hubiera yo imaginado que terminase de periodista. Creo recordar que empezó en Diario 16 buscando fotos en el archivo para ilustrar los artículos. Después pasó a El País en primera línea y, tratándose de él, hay que tomarlo en sentido literal: fue quien puso en claro la conexión de los narcos colombianos con los gallegos del contrabando de tabaco. Garzón chupó mucha rueda de Peru para la Operación Nécora y los narcos terminaron por localizarle y amenazar a su familia. Se fue a Roma un tiempo.

El último favor que me hizo fue conseguir una credencial de fotógrafo para que no tuviese problemas con cierto trabajo que yo andaba haciendo. En la conversación final, unos meses antes de su muerte, me llamó para decirme que estaba en Talavera pero no pude acercarme.

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Para seguir con Francia y De Gaulle. El general devolvió el amor propio a su país. Lo que peor llevaban los franceses, lo que más les avergonzaba –más que la derrota militar– era el Gobierno de Vichy, la colaboración generalizada con los invasores, la denuncia y entrega de judíos. De Gaulle se organizó muy bien haciendo creer a todos que en la Resistencia participó mucha gente, fue una fuerza militar organizada y, naturalmente, mandada por él desde Inglaterra. Todavía en los finales del siglo XX bastantes franceses creían que Francia se había liberado a sí misma. En el 68 los jóvenes hacían preguntas difíciles de contestar pero fue Klasferd, el cazador de nazis, quien probó el entusiasmo con que el gobierno de Pétain había entregado a los judíos franceses, a los no franceses e incluso a los niños, algo que los nazis no habían solicitado.

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La higiene de los franceses era escasa, dejaba mucho que desear, cuando yo era joven. Lo habitual era que las chicas no se ducharan (tampoco los chicos) pero se rociaban con mucho perfume. Viajaba entonces con cierta frecuencia a aquel país y alguna vez estuve invitado en casa de gente de vida cómoda. Nadie parecía ducharse y cuando planteé la necesidad de hacerlo yo aquello fue una revolución: era necesario encender el calentador, que estaba en un desván, y no podía tardar mucho bajo el agua so pena de que saltaran no sé qué alarmas.

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Una vez que Picasso se afilió al Partido Comunista francés y rendido su particular homenaje a Stalin se dedicó a machacar a los pintores apestados, todos amigos suyos. Se negó a colgar sus cuadros junto a los de ellos. Derain, Vlaminck, Segonzac o Van Dongen, que antes le disputaban el sitio, vieron su nombre por el suelo. En realidad fue una estrategia bien llevada a término por el malagueño y, para colmo de vergüenza, aunque los cuadros de los citados autores fueron descolgados, no se los devolvieron sino que fueron vendidos bajo mano a coleccionistas y marchantes.

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Oigo en este mismo momento a ese muchacho ambicioso, astuto y poco fiable que se llama Pablo Iglesias hablar de «los comunistas de verdad«. Es una frase recurrente que he oído demasiadas veces a lo largo de mi vida: al comunismo real, al que han padecido millones de personas y ensangrentado el mundo, siempre le oponen «el de verdad», como si el fardo no les perteneciese.