Renovarse y morir

 

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La idea de renovación, tan vieja y al tiempo tan ligada a las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX, ha venido gozando de gran prestigio. En mi juventud bastaba invocarla para que se produjera la aquiescencia: siendo renovador por fuerza habría de ser interesante y aportar algo a una sociedad herida en lo vivo y con pocas esperanzas.

El mayor problema era que no se renovaba nada, ni en las artes ni en la política. Me dolía la boca de repetir a mis alumnos, mientras fui enseñante, que el «Blanco sobre blanco» de Malevich es de 1919 y el celebrado urinario-escultura de Duchamp de 1917. Según mi biografía familiar por esas fechas mis bisabuelos debían andar bailando el charlestón.

Aquello pudo quedarse en la chaladura de unos tipos sin mayor capacidad pero no fue así sino que ha venido siendo el par de fustes sobre los que se montó el Arte Moderno. Cual Guadiana en sus Ojos, reaparecen cada vez que asoma la patita otro renovador hasta quedar en menú indigesto, refrito y pasado por microndas.

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Hubiera estado bien una renovación de la vida política española. Lo cierto es que ya no da más de sí, no sólo por la larga lista de disparates de todo tipo –que ahorro poner aquí– cuanto por ser la crisis económica actual el momento adecuado para poner en marcha dicha renovación. Por desgracia, como en el caso del Arte Moderno, los renovadores no parecen querer renovar nada sino un quítate tú que me pongo yo, suficiente a sus ojos para dar por renovado todo lo que hubiese que renovar.

Es la segunda vez que vivo una situación parecida, aunque la anterior tuvo menor trascendencia. En los últimos años de gobierno de Felipe González las cosas llegaron a tal extremo que, desde dentro del Partido Socialista, a alguien se le ocurrió la feliz idea de renovarse. Hubo como es costumbre sus navajazos, alguna cabeza cortada y mucho ruido mediático. Y de pronto, sin más, el partido ya estaba renovado. Eran los mismos pero se habían renovado (ya vengo advirtiendo que es palabra talismán y tiene poderes muy especiales).

Esperaba que ahora fuera algo diferente, que los jóvenes planteasen desde el primer momento el debate real que debe hacer la sociedad española: su forma de organización y administración. Pero no, se ve que eso no les incumbe y que dan por bueno el estatus con tal de ser ellos quienes manejen la cosa pública. Nada que decir sobre el llamado Estado de las Autonomías –la desdichada idea de Abril Martorell–, el sobredimensionado de la Administración, los organismos y cargos inútiles, las funciones duplicadas y cuadruplicadas y el establecimiento de fronteras invisibles entre regiones, que impiden en la realidad la libre circulación de ideas y personas. Se puede citar una larga, y chusca, lista  de anomalías pero no es necesario pues se trata de realidades que vivimos a diario.

No hay debate de ideas, no hay debate político real, no se habla de soluciones económicas que vayan un poco más allá de la idiotez colectivista. Es un yo subido ahí y con el puño en alto. Con eso quedarán cerrados los problemas de la sociedad española para siempre.

Qué quieren que les diga: es el mesianismo habitual de las vanguardias, término que –no se olvide– fue adoptado por el leninismo desde el lenguaje militar y trasvasado luego a la jerga artística.

No era posible, nunca lo ha sido, pasar de la asamblea al partido organizado. La historia está llena de ejemplos que todo lector ilustrado conoce. De las dos fuerzas en pugna, asambleísmo (consejismo se llamaba en mi juventud) y autoritarismo organizativo, el último siempre se ha hecho con el poder para adoptar, tras tomarlo, el modo de gobierno que rechazaba. Lenin y Stalin fueron dos perfectos continuadores del zarismo derrocado. Sin tomar esa perspectiva no es posible entender nada.

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A la gente le aterra pensar, prefiere recibir consignas y difundirlas como pensamiento propio. Da igual su ideología o el partido en que militen o con el que simpaticen. Habrá más respuestas pero la mía es esta: pensar por uno mismo es peligroso porque te quedas fuera de la manada. Y fuera no hay seguridad, no hay ese rebozo calentito que nos permite satisfacer el ego y creernos seres inteligentes, portadores de ideas. Qué ricos el olorcito común, la protección del grupo, la identificación segura con el resto.

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En estos últimos años he visto de nuevo la mediocridad y la consigna galopando en traje de renovación; a los iluminados de cada pueblo siendo tomados en serio. He oído y leído cosas que creía enterradas para siempre. Estamos en un proceso de desestabilización del sentido común y la buena praxis. No es posible saber quién está removiendo el escenario pero sentimos los efectos y, seguramente, esto es sólo el principio.

Como en el Arte Moderno y sus negocios, a la mano oculta le basta con pagar a unos cuantos individuos de verdad influyentes pues el idiota que dirige la institución del país o la provincia trabaja gratis por simple imitación (el olor de la manada que citaba arriba). Ese reparte consignas a lo barato: suele bastarle con un sueldo oficial y algunos privilegios.

El cacharro se ha averiado, anda mal y los mecánicos que quieren repararlo no parecen competentes ni traen las herramientas adecuadas.