La pulga de la pulga

 

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Lo mismo que existe la pulga de la pulga existe el radical del radical. Hace ocho o diez años vi las primeras muestras de algo que llamaban arte feminista. Consistía, sobre todo, en fotos de artilugios de dudoso resultado en las manipulaciones sexuales. Eso era lo más de lo más.

Han llegado artistas más radicales: ahora se trata de orinar en la calle, practicar más o menos en público una actividad sexual carente de orden o la exhibición de órganos que se llamaron reproductivos y que ya no son utilizados con ese cometido.

Se trata de provocar, dicen, al macho falócrata judeo-cristiano. Interesante afirmación pero dudo mucho que ningún hombre (estas mujeres se molestan extraordinariamente si se refieren a ellas como hembras) tome esas acciones por provocación sino por algo poco agradable de oír para las artistas. Y sin duda se sumarían a esta consideración bastantes mujeres.

Lo de enredar en la misma palabra lo judío y lo cristiano no parece de persona leída pues, si en el Antiguo Testamento la mujer goza de escasa consideración en general, no sucedió lo mismo en el nacimiento de la religión cristiana. Basten dos ejemplos: Cristo defiende con su propio cuerpo a la mujer adúltera que iba a ser lapidada y son las mujeres, –las que mienten, aquellas cuya palabra no puede ser creída por definición en el criterio de aquel tiempo– quienes encuentran vacía su tumba y han de extender la noticia. Se puede añadir el episodio en casa de Marta y María pero, a lector inteligente, basta con lo dicho.

En todo caso debo contar que hace tanto como 40 años ya se ofrecían espectáculos de este tipo, e incluso más soeces, en las galerías de arte. No solían acudir más que los protagonistas con unos cuantos amigos entusiastas y no se daba cóctel de inauguración por lo violento del asunto.

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Bien mirado, es triste que una mujer joven orine de pie –imitando a los hombres– sin padecer ninguna enfermedad. La naturaleza ha dotado al aparato masculino de una capacidad de proyectar la orina a distancia que le pone generalmente a salvo de salpicaduras. Hay que esperar a los rigores de la edad para que el hombre deba renunciar a utilizar la natural postura. En el caso de la mujer –cayendo el chorro desde cierta altura–, el salpicado sobre zapatos, medias, calcetines o la piel desnuda resulta inevitable. Hay una falta de higiene, una suciedad indigna de seres humanos dueños de sus facultades mentales.

Supongamos que en las galerías de arte, el happening irá acompañado de fregona.

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A la gente le gusta lo monstruoso, lo anómalo, y levanta todas las barreras de los prejuicios y el sentido común siempre que le digan lo que debe hacer, sentir y padecer.

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Desde hace unos años, igual que en las buenas prácticas de la cocina que ahora llaman arte gastronómico –y hay quienes se empeñan en que lo es pero rechazan de plano que los detritus puedan ser envasados en latas firmadas, compradas y exhibidas por museos y coleccionistas, algo que para ser consecuentes deberían aceptar a ojos cerrados– se hacen mezclas inadecuadas a las que llaman maridaje (no mezcla, mezcolanza o bodrio) los curadores (sic) de los museos importantes, con el beneplácito de los directores y consejos consultivos, vienen exponiendo obras que no es posible mezclar sin que alguien salga perdiendo. Puede ser Manet entre obras de Velázquez o Picasso en la galería de los venecianos y Rubens del Prado. No hace falta volar largo para saber que hay unto de por medio pues, si Picasso no sale beneficiado sino todo lo contrario, los felices propietarios de obras del malagueño sí verán aumentado el crédito y valor de sus inversiones. Ahí es nada Picasso formando parte del hilo argumental de la Gran Pintura. Desde aquí oigo el frotado de manos y atisbo el brillo de los diamantes.

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Las grandes inversiones que hace la Administración en sedes para fundaciones y otros tinglados en los que las barreras entre público y privado no quedan bien definidas, suelen acabar sirviendo para visitas de niños en edad escolar.

Se abre un centro de estos en una capital de provincia, se gastan varios millones de euros, los interesados de la ciudad –pocos pero es la novedad– lo visitan y después se queda vacío. Hay que conseguir utilidad para esos dineros invertidos y los niños pagan el pato. Más tarde se reforzará con otra buena cantidad de millones y, si el centro recibe apenas visitas en dos o tres mil metros cuadrados después tendremos diez mil que tampoco las recibirán. Y se trata de lo que cuesta un hospital grande o atender enfermos durante años en poblaciones mal comunicadas.

La mente infantil necesita poblarse de imágenes reales no de entelequias o vomitonas más o menos plásticas. El hecho de que el niño no sepa dibujar no quiere decir que su mente no sea figurativa. En realidad todas las mentes son figurativas, sólo los científicos (físicos, matemáticos) –y en alguna medida los músicos– son capaces, tras gran esfuerzo, de establecer representaciones de conceptos abstractos. Nuestra fantasía y nuestros anhelos como especie están configurados para intimar y sentir el mundo real. Se ha dicho tanto que nuestra visión del paisaje bello está condicionada por la representación mental que hicieron nuestros antepasados del lugar ideal para habitar (agua, verdor, árboles, lejanías prometedoras…) que ya es un tópico. Pero vayamos a un museo de pintura clásica y, paseando las salas, tomemos nota de aquellos paisajes que realmente nos conmueven. No de los que nos sorprenden, intimidan o extrañan.

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Recuerdo aquí la historia del pintor chino que, en el siglo XVIII, fue enviado por el emperador correspondiente a estudiar la pintura europea. A su vuelta debió informar y cuando el emperador le preguntó cuál era el tema favorito de nuestros pintores respondió que un hombre clavado en unos palos, algo que llenó de asombro, y al tiempo de espanto, al emperador pues en la pintura china clásica el tema fundamental es el paisaje.

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¿Y qué educación visual están recibiendo esos niños que van arrastrados por sus profesores a visitar tales centros de exhibición de tendencias artísticas más que dudosas (en tanto que no han pasado la prueba fundamental de toda obra de arte que es el paso del tiempo)? Hay que pensar que muy poco útil o incluso muy frustrante para sus mentes en trance de organizarse.

Pero eso da igual, aquí lo necesario, lo relevante, es la inversión pública y la multiplicación que hace el generoso mecenas o cuasi-donante de sus bienes: la cotización de sus artistas subirá y quienes compran se verán satisfechos. El factor de convicción para vender una obra de arte hace muchos años que no es su calidad como manifestación de oficio, conocimientos o sensibilidad del autor; tampoco la elocuencia de la propia obra para crear un espacio sensible en el lugar que se habita, su capacidad para representar los misterios de creencias complejas en forma sencilla o la exaltación del poder (Felipe IV a caballo, en El Prado, no sólo nos enseña cómo era el monarca sino que toda la obra es una metáfora del Buen Gobierno: la firmeza del gesto, la mano que sujeta las riendas, los ojos enloquecidos del animal, la llamada corveta española perfectamente ejecutada…), no, el argumento definitivo es su excelencia como inversión. Una rotunda falsedad pues, desde lo contemporáneo, resulta imposible determinar qué será productivo económicamente un siglo más tarde salvo que –como es habitual– se fabrique artificialmente el prestigio de ese artista y esa obra. Hay muchos medios para hacerlo y son argumentos conocidos, no hace falta insistir.