Meter la pata

 

FranzSchumacher4

 

Días de mucho trabajo en todos los frentes. Ch. tiene un pie averiado a causa de una operación y debo ocuparme de los riegos en San Antonio. Este año recibimos un gran regalo tras la muerte de una amiga: buena parte de su jardín ha sido trasplantada al nuestro. Magnífico pero aumenta la necesidad de agua, que es un bien escaso en esta tierra.

Hace años, antes de que cierta clase de madrileños decidiera veranear en esta Costa de la Pana –con el debido respeto para tan obsoleto cuanto estupendo tejido–, me dijo un amigo que Extremadura te cautiva en primavera (él dijo exactamente «picas el anzuelo») y te da ganas de salir corriendo en verano. A él no le gustan los amarillos resecos, la variada paleta que va del Nápoles al Siena Natural, con presencia de todos los matices de tal parte del espectro cromático. Y habiendo tanto amarillo cómo no iban a estar presentes sus antagonistas los violetas. Un esplendor que hubiese vuelto loco a Van Gogh, más todavía, quien debió conformarse con la corta paleta francesa, y vaya si le sacó partido.

Todo lo anterior para decir que el campo está abrasado, requemado hasta un punto que resulta difícil de aceptar: cruje la vegetación seca de tal modo que ni un bosquimano sería capaz de acercarse sin que notáramos sus pasos. Mete miedo tanta sequedad.

No ha llovido desde Mayo y a las chicharras parece gustarles. Comprendo que si alguien debe pasar un día como éste bajo un olivo serrano, con una gaseosa caliente, la escopeta al lado y obsesión por matar, sale un puertohurraco.

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No he visto todavía la exposición Zurbarán en Madrid. Iré dentro de unos días. Ch. me dice que vio los Picasso en El Prado y que, además de salir muy perjudicados en la comparación inevitable, la gente pasaba sin hacerles mayor caso, en busca de cosas más estimulantes para el espíritu. Al menos, déjeme decirlo, más entretenidas de ver.

Zurbarán sobresale en todo lo que puede colgar de un maniquí o colocar sobre una mesa. Es una cumbre en ese terreno, muy difícil de alcanzar para el resto. Y le da unas cuantas vueltas de rosca a los objetos: los convierte en Idea (con mayúscula). Valga la paradoja: al materializarlos tanto consigue que nos abismemos con su presencia y los consideremos fantasmas. Eso es muy complicado y lo han conseguido muy pocos pintores. Complicado porque no es el resultado sólo de una técnica impecable sino –como la música toda de Bach– de profundas creencias espirituales.

Velázquez desmaterializa los seres y las cosas al hacer materia de la luz, su amigo de la primera juventud en el taller de Pacheco hiere con luz los objetos, arrancándoles secretos cuya finalidad ignoramos.

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Días atrás terminé La chica del tren. Reitero: más Highsmith que Christie y –lo siento Sr. King– no es tan absorbente como dicen. Parece que las tremendas calores del verano incitan a lecturas tan ligeras como las bebidas frías que tomo.

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Me he perdido Rey gitano. El trabajo ha hecho imposible verla en horario normal y ahora la ponen a las once menos cuarto de la noche. A esa hora yo no voy al cine ni gratis. Si refresca prefiero estar en la plaza y si no en casa.

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Meto la pata, literalmente, en un paso canadiense. Los tubos, que debían estar soldados a la estructura de base, están sueltos y giran cuando piso encima. La pierna izquierda entra hasta la ingle. Un dolor muy vivo y me asusto; otra fractura no, por Dios. J. me ayuda a salir y veo que no hay nada roto aunque apenas puedo dar un paso. No entiendo tanto dolor para tan poco daño aparente. Más tarde vendrá la inflamación y aparecerán los derrames, de un feo morado. Unos días cojeando y sólo falta que la piel recupere su aspecto normal. No hay ni un rasponazo. Curioso.

Ocurrió buscando el rastro de Irving Penn. Ahora sé que tanto él como W. Eugene Smith se alojaron en el desaparecido Hotel Conquistador, fuera de la ciudad, el más confortable en aquel tiempo.