Tan lustroso

 

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El museo como cementerio de obras de arte, claro que sí. Y penoso que quieran hacer de él un espacio vivo –eso dicen– cuando se trata de aumentar ingresos y convertir las obras en atracciones de parque temático. Los cementerios tienen una dignidad de la que los parques temáticos carecen en absoluto.

Lo vivo de un museo, lo que los idiotas bien retribuidos llaman la vida del arte, es la vigencia de su contenido y la sensibilidad e inteligencia de los visitantes. La vida la pone la gente que se interesa en las obras pero no toda la gente: no hay la menor vida en las manadas de desinteresados que arrastran los pies por las salas. ¿Cómo se puede ver un museo en una jornada? Ni siquiera una sala, tampoco más de un cuadro. Es un insulto al arte mirar las obras como se miraban las filminas o las fotos del ordenador. Un desprecio al artista que exprimió su cerebro y afiló sus manos para poner en pie una máquina sensible tan estupenda.

El museo sólo cumple su función, la de verdad, cuando un niño mira asombrado y siente que algo le bulle por dentro, una desazón que envenenará su vida para siempre.

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Qué decir de esos cementerios, los auténticos, de maravillas que no ven la luz. Los almacenes atestados de obras que están muertas porque sólo viven cuando alguien las mira con pasión. Los rollos y rollos de lienzos en poder de cierta institución que callo, incautados por la República y jamás devueltos a sus propietarios, aunque se trate de personas con nombre propio. Incautados, no expropiados, pues lo último conlleva un pago aunque sea abusivo. Había que costear las balas y Stalin no dejaba de pedir garantías. Para allá iba El Prado al completo y todos esos rollos de lienzos pintados que son la vergüenza de un país. Nadie ha podido con ello, se desempaquetaron algunos rollos y se volvieron a enrollar, abrumados los expertos por el número de obras que cada uno contenía. Y después nada, un tema del que no se quiere hablar.

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Leo a Beevor sobre Stalingrado. Me río a modo cuando llego al pasaje en el que nos cuenta cómo un batallón de italianos, miembros del Partido Comunista, se rindieron a los alemanes sin disparar un solo tiro. Habían ido a ayudar a sus camaradas soviéticos con el pecho inflamado de solidaridad y ardor guerrero pero se impuso la tradicional prudencia italiana.

Cuando los rusos recuperaron al comandante del batallón en una escaramuza le preguntaron por qué rendirse sin disparar. Hubiera sido un error –contestó.

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Eso me hace recordar a una tía de Ch. que fue enfermera durante la guerra. Contaba que los italianos llegaban con balazos en el culo, zona no mortal.

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En el cerco de Stalingrado se batieron todas las marcas de crueldad, incluyendo las guerras de trincheras y el gas mostaza de la guerra del 14. Sin embargo (a ver cómo cuentas esto pues quema lo cojas por donde lo cojas) hubo unos puntos más de crueldad por parte de los soviéticos. En todos los horrores estuvieron empatados menos en uno: la NKVD, los temibles comisarios comunistas, tenían como misión principal disparar no sólo contra quienes intentaban desertar sino contra todo soldado que no avanzase, sintiera miedo, buscara refugio en una trinchera durante el avance o, a su vez, no disparase contra sus propios camaradas si pensaba que iban a rendirse, no se lanzaban a una muerte segura o eran medrosos.

Casos se dieron en los que una compañía entera prefirió rendirse al enemigo y fueron después ejecutados por los comisarios tras ser rescatados. Al centinela que no quiso disparar contra sus camaradas mientras desertaban también se le ejecutó.

Lo dijo Chuikov: resistir en Stalingrado es cuestión de litros de sangre. La mayor parte de los hombres y mujeres que combatieron en el lado soviético carecía de formación y disciplina militar, eran carne de cañón, litros de sangre.

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Los francotiradores de uno y otro bando tuvieron mucho trabajo. A los soviéticos les daban una condecoración por cada cien muertos comprobados. Hubo uno, de apellido Chejov –sin parentesco con el gran escritor–, que fue nombrado Héroe de la Unión Soviética. Existe una película de Jean-Jacques Annaud sobre sus acciones. La realidad tuvo que ser más sórdida.

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La gordura, el lustre que se decía, fue patrimonio de ricos. Los trabajadores eran magros. Hoy la obesidad es un logro democrático: cualquiera puede alcanzarla en poco tiempo y por escaso dinero.

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En la Granada de mi infancia no se decía archimillonario sino hinchimillonario. La distancia entre ricos y pobres –la clase media sólo un atisbo– era desmesurada y visible: a ambos, rico y pobre, se les conocía al primer vistazo. No sólo en la piel lustrosa sino en la ropa, que era muy cara entonces pues no se habían inventado los tejidos sintéticos y la producción de vestidos en cadena.

En nuestro tiempo es todo lo contrario: los ricos de verdad se esconden y aparentan sencillez mientras que los pobres exhiben con gusto ropa de marcas conocidas. El rico no presume de sus riquezas y deja eso para futbolistas y gente de la farándula.

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Dicen que Florence Foster Jenkins ha sido la peor cantante de la historia. Yo la escuché hace muchos años, en un disco de vinilo que ya era viejo, en casa de Fernando Zóbel. Todavía recuerdo aquella tarde de risas incontenibles al tiempo que el sentimiento de pena por el pianista.