Adoración nocturna

 

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El buen cuadro no suele admitir una descripción literaria extensa. Un brioche sobre una mesa, adornado con unas hojas verdes y acompañado por un par de cacharros. Del mismo autor: fresas en un plato sobre una mesa.

Pintar la soledad del hombre contemporáneo (sic) es literatura, ilustración por ello. Lo que has visto en tantos años: el hombre cosificado, mecanizado, destruido y vuelto a construir. Ganas de llamar la atención de quien necesita muletas.

Pintar gente rara, especial, es entrar en un territorio en el que siempre gana la fotografía. Avedon se los come a todos sin necesidad de sacar las cosas de quicio.

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Dice el premiado que tiene mucha familiaridad con Velázquez. Preséntamelo, por favor.

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No puede ser verdad, tiene truco: una casa de 1.200 metros cuadrados habitables sin incluir la capilla y un invernadero acristalado; está en Midi-Pyrenées, rodeada de bosque, con estanque, puente y jardín de una hectárea. No es una ruina ni precisa de mucha intervención para hacerla confortable. Menos de treinta millones de pesetas es lo que cuesta. ¿Está embrujada? ¿Vuelan los antiguos propietarios al llegar la noche?

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El retrato de tu padre descansa. Él ya está dentro y lo estará más cuando pongas en plaza los tonos fluidos. Te conmueve tenerlo delante, precisar los rasgos del anciano que ahora es al tiempo que lo recuerdas joven y lleno de fuerza. En la carnación dominan los tonos fríos y el rojo de los labios se ha marchado.

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Hay otra variante de la vanitas: la calavera en la misma posición pero las rosas no están sobre una caja, o forma geométrica indefinida, sino en el mismo plano; un poco más atrás y saliendo de la sombra. Te has copiado a ti mismo, no tienes flores pimpantes a mano (no las habrá hasta la primavera) y no quieres esperar: pertenecen a otro cuadro por terminar (las flores lo están pero no el cacharro blanco en el que descansan, que sólo está metido en tono).

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Tal vez ya lo haya puesto en otra entrada de este diario: Cuando uno regresa a casa de madrugada y dice que viene de la Adoración Nocturna no siempre es mentira. Lo escribió un poeta andaluz y poco conocido que estuvo en lo del 27 y murió con 46 años.

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Cuesta pensar que M. falleciera. Sobre todo porque no lo has visto en los últimos treinta años y te lo sigues representando en su estudio, como lo dejaste entonces. Era una de las personas menos dotadas para la pintura que hayas conocido pero tenía una voluntad de acero. Inasequible al desaliento y con medios económicos para practicarla durante toda la vida sin desfallecer.

Lo recuerdo ante el cuadro deslavazado y mal compuesto, lacio y torpe de color. –No está terminado, falta el gesto –decía refiriéndose al brochazo que, según él, cerraría la obra abrochando todo aquel desorden. Falto de energía y mal colocado, el tal gesto no añadía, era igual de irrelevante que el resto de lo pintado.

Yo lo apreciaba, era muy buena persona y –a pesar de aquella nariz de ave rapiñadora– leal y noble. Las cosas de la vida: deseabas que hubiera sido bueno pintando para no tener el ánimo dividido entre el afecto y la obligación de mentir para no dañar.

A efectos prácticos tu opinión da lo mismo: los críticos más conocidos escribieron sobre él con elogio –seguramente previo pago de honorarios, así funcionan estas cosas– y algunas obras estarán ya en museos de lo contemporáneo. Qué más da.

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Qué desazón cuando encuentras en una persona que acabas de conocer la cara de otra con la que te fue mal. Te pones en guardia y exageras las medidas de protección. Estamos tan dominados por la idea de que la cara es el espejo del alma (¿lo es?) que miras y vuelves a mirar el detestado rostro, esperando lo peor. Y no siempre lo temido llega: algunas veces te tienes que comer la desazón a grandes cucharadas.