Pies en palangana

 

ValentineThomasGarland

 

A. vivía en Nueva York con su mujer brasileña cuando al músico Sting le dio por difundir la causa de los indios amazónicos. Se organizó una buena entre ruedas de prensa y preparativos para un concierto de los que hacen época. Trajeron de la selva a tres aborígenes de una tribu bastante belicosa pero no dijeron ni pío, más que asustados por la ciudad y el tremendo frío. Los movían a todas partes en taparrabos y con sus plumas de ceremonia pero nadie parecía tener en cuenta que estaban habituados a la eterna primavera húmeda del inmenso boscaje.

A. y su mujer trabajaban en la organización y se los llevaron a casa. Los indios sólo chapurreaban un poco de portugués y su incomprensible lengua nativa y, de todo aquel jaleo, lo único que habían entendido es que iban a recibir dinero. La mujer de A. comprendió muy rápido lo que pasaba y les puso unas palanganas con agua caliente para que metiesen los pies. Los hombres se dormían con el calorcillo y no querían ir a ninguna parte. Tuvieron que organizar las cosas para que, cuando los llamase Sting al escenario, sacaran los pies de las palanganas y accedieran a saludar al respetable.

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Detestaba al padre de tal modo que no podía estar cinco minutos a su lado sin discutir. Todo cuanto el viejo decía le sentaba mal o no estaba de acuerdo. Después de enterrarlo comenzó una interesante transformación: se puso a imitarlo en la forma de hablar, en el atuendo y en los pensamientos. Ahora anda como él y hace las mismas muecas.

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Se ha dicho que el dibujo es la honestidad del arte como si no se pudiera ser deshonesto con un lápiz en la mano. Depende: cuando se utiliza para estudiar es más bien el bisturí con el que separar la realidad en trozos.

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Beevor, en su libro sobre la Guerra Civil española está muy lejos de ser el historiador objetivo de La Caída de Berlín y Stalingrado. No ser partidario del nazismo y el comunismo resulta fácil, lo complicado es meter el filo del cuchillo entre compatriotas que se matan como perros, con razones en uno y otro bando.

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Tras las enloquecidas sacas de ciudadanos para darles el paseo sin más (venganzas personales generalmente) los comunistas pusieron un poco de orden y, tras torturar a los detenidos en las chekas, los llevaban ante un Tribunal del Pueblo que, cien de cien, los condenaba a muerte. Para ser criminal y reo de fusilamiento era suficiente pertenecer a un partido político de derechas, ser creyente, haber nacido en una clase social que no fuera la proletaria, tener ideas contrarias al comunismo o llevar corbata. Las instrucciones eran claras: incluso en una playa, en bañador, podéis distinguir a los derechistas.

Los anarquistas, que odiaban la burocracia, fusilaban sin más. Los sublevados practicaban ambas modalidades, faltos de prejuicios y sin hacer ascos a ninguna.

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Caminábamos por la cañada, camino de Santa Cruz, cuando pasaron unos ciclistas jóvenes haciendo cabriolas con sus bicicletas. Una chica joven y muy hermosa caminaba desnuda, con una manta sobre los hombros. Nos miramos y uno de los dos preguntó si es posible recuperar la juventud. No, es algo que sólo pasa una vez y –como sucede siempre con el presente–, no se puede saber qué terminará por provocarnos ataques de melancolía. Después, ya despiertos, nos consolamos con un largo y cálido abrazo.