Ni gota de vergüenza

 

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Terminado el retrato al carbón y tiza blanca de mi padre. Quise poner aetatis sua pero me pareció que, más que culturalista, es pedante. Se ha quedado en A la edad de 86 años.

Es duro vivir con tal intensidad los rasgos de una persona a la que te unen tantas cosas. El mirar y remirar, buscar la peculiaridad que hace que sea él y no cualquier anciano, buscar su vida en lo que dicen líneas y manchas, te deja agotado y pesimista. En esos ojos, húmedos y apagados, está enterrada la mirada brillante de su juventud, cuando me llevaba de pesca en su barca y el azul oscuro, lleno de croma, nos envolvía y las luces del pueblo brillaban en la costa. El mismo que le compró una bici de carreras a Dalmacio Langarica y era capaz de subir la cuesta de Santa Eulalia, conmigo sentado en la barra, sin jadear una sola vez. (Seguía una parrafada muy personal pero se ha impuesto el pudor)

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En este diario –o lo que sea–, que es público, escribo cosas para los demás y otras que son sólo para mí. El buen juicio de quien lea sabrá distinguirlas.

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Mi padre con el suyo, en el campo durante la Guerra Civil, viendo pasar los aviones, esperando que la casa familiar quedase en pie tras el bombardeo. Se vio solo muy pronto: al abuelo le dio un infarto apenas acabada la guerra, en la que no participó, y la vida de mi padre cambió definitivamente. Siempre he sabido que ese recuerdo compartido marcó su vida de un modo indeleble, el corazón se le quedó allí enganchado, bajo el árbol en que se escondieron.

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Hay bastante más pintura mala que buena. De hecho la buena es un milagro que sucede muy pocas veces y por eso hay que reverenciarla. Pero la mala también tiene su utilidad: tapar goteras o manchas en la pared, representar una época o servir de material para tesinandos. Y no menos importante: acabar en las almonedas y adornar las casas de nuevos ricos acomplejados.

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¿Cómo iban a ganar la guerra las milicias populares con un mono de trabajo y unas alpargatas? Hay que imaginarlos tiritando en las trincheras, mal comidos y llenos de piojos. A su lado los de las Brigadas Internacionales eran señoritos. Como Hemingway que se acercó a la Ciudad Universitaria, se puso a los mandos de una ametralladora y se hinchó de disparar contra el enemigo (contra el cielo y la tierra pues no había nadie al otro lado). Una hora más tarde se hartó de copas en el lujoso Gaylord mientras comentaba los horrores de la guerra.

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Tras la masacre de París unos cuantos articulistas se han puesto a escribir en el tono y fondo de Fallaci hace diez o quince años. Hay que pensar que la leyeron y se aplican el cuento. Aquella mujer de vida intensa, con tanto mundo en las espaldas, comprendió la ley fundamental del entendimiento entre naciones, religiones e individuos: la reciprocidad. Si tres jóvenes árabes orinan en la fachada de Santa María los nuestros deberían poder hacerlo en La Meca. O, con toda contundencia: por cada mezquita que se autorice construir en Europa debe elevarse una cristiana en Arabia. Si no es así, si no existe reciprocidad, se trata de una invasión.

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Algún articulista habla de flojera, de la vagancia de nuestra juventud para hacer frente al problema de los veinte millones de musulmanes que viven en Europa. Dios nos libre de semejantes lodos: la diferencia con los fanáticos es que nosotros amamos la vida, es decir, ya no somos belicosos y no deseamos matar ni morir por causas evanescentes. Es como si todos hubiéramos aprendido de las aterradoras cifras de muertos con que el Idealismo nos retiró la venda de los ojos. Con Glucksmann recién fallecido conviene darle un repaso a su obra por el efecto vacuna.

El mismo articulista de la flojera y vagancia habla de Roma y su decadencia. Berenson lo dijo mucho mejor: un pueblo de guerreros produce espadas, un pueblo de mercaderes… etc.

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Y la habitual canalla española aprovechando la muerte para hacer política partidista. Ni gota de vergüenza.