Del lado de la Belleza

 

Ilya_Repin-What_freedom!

 

Si fuera escritor hoy debería abrir con la niebla cual sudario, cazadores a lo lejos, el calorcillo de la mujer amada en la piltra y tampoco quedaría mal algún vuelo de la esquiva oropéndola entre los olivos. Pero no, esta mañana he aprovechado la tranquilidad del domingo para centrarme en un dibujo que dejé a medias antes del viaje de fin de año; he comido tarde y ahora, refugiado del frío de la casona, voy a intentar dar salida a unas cuantas ocurrencias que no me atrevo a calificar de ideas. Esto es lo que hay, como dijo un amigo de muchos años cuando pudo ver el retrato que le hice.

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Nos vamos a un lugar cuyo único atractivo es el Atlántico, hosco y grisón en esta parte del año. El viento fuerte y la lluvia que azota de todos lados no nos impiden pasear el rompeolas hasta donde es posible. Ni pensar en paraguas, un trasto inútil en estos momentos. Al rato estás helado y tienes los labios llenos de sal, es la señal de retirada.

No comer cosas del mar sería un error cuando ya te ha entrado por las narices y la boca el sabor de las criaturas que lo habitan. Nos afanamos en ello. El ojo vivo y las agallas rosadas. El pez tiene que mirarte, nada de ojos glaucos o empañados.

Oímos las doce en el casino. Mesas de juego llenas de chinos –ciudadanos chinos– jugándose las pestañas. En algunas no molestas de mirón y en otras te ojean con fastidio, sobre todo en las de póker. No siento frío o calor ante el juego. Nunca juego a nada, ni la lotería, tal vez porque la única vez que me tocó algo –siendo muy niño– hicieron trampa para que me tocase.

Nos acercamos a la barra y pido dos copas de espumoso para estar prevenidos ante las inminentes campanadas. Los camareros, legión, no atienden. Abren botellas y más botellas y unas chicas se pasean con bandejas colmadas de trozos de un roscón que podría pasar por el de Reyes pero que resulta ser mucho más racial, demasiado para mí. Al fin me atiende un camarero, pido el champán y me dice ¡A minuit!, tomándome por francés. Poco antes de la medianoche colocan cientos de copas sobre la barra y la gente se lanza. Parece que es gratis. Tomo dos copas y me alejo de la bullanga. No hay nada que pagar, estamos de mirones y nos invitan. Muy bien. Salimos a la calle, llueve, el viento sigue trayendo sal húmeda hasta el paseo y unos cuantos meten fuego a cohetes y bengalas. Comedido todo, sin ánimo de molestar con su alegría.

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La cena, de nuevo habitantes del agitado mar, la sirve un portugués de esos que piden tanto perdón, tanto se excusan y bajan la voz que parecen arrepentidos de haber venido al mundo. El restaurantito de pescadores está lleno pero no hay jaleo, la gente cena tranquila y habla con el volumen adecuado. En España saldrían zumbando los peces del escaparate y los centollos de la pecera.

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Ayer fue un día precioso. Un alto entre dos tempestades. No quise moverme de la vista del mar. Por la orilla, los rompeolas, el paseo marítimo y las dunas. A las siete de la mañana era plata oscura y llegó hasta un gris algo dorado y luminoso en el centro del día para entrar después en el terreno de los azules y malvas, en la despedida. Desde el extremo del rompeolas las luces del pueblo se ven empañadas por el vaho que sale del oleaje y quedan flotando, inexplicables, en terreno de nadie.

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Leo y me parece ingenioso, aunque no sea del todo cierto, que las tuberías son el pilar sobre el que se sustenta la civilización. Sin tuberías sólo hay mierda y nomadismo (para escapar de la propia mierda).

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No se olvide: el diablo gasta alas de ángel.

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Para escribir es bueno tener un contra-alguien. La palabra se afila y el verbo cuaja. Pienso en Chesterton, Kypling y Wells.

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Estar del lado de la Belleza es saltar por encima de lo monstruoso del mundo, sin ignorarlo. Son opciones personales, eres muy libre de dedicarte a la fealdad y la locura (algunos de mis mejores amigos lo hicieron). ¿A quién le importa una ola de más o de menos, un acento aquí o allá en forma de espuma? A mí me importa mucho y de eso se trata.