Donde perdió el tambor

calatanazor

 

Hace mucho tiempo que no despertaba en un hotel de carretera cuyos habituales son camioneros y comerciales que van por ahí vendiendo cosas. Es habitual en estos sitios que a las seis de la mañana suenen todas las puertas, los fumadores tosan y carraspeen por el pasillo al tiempo que los vendedores arrastran maletas con ruedas.

Anoche hacía un frío considerable. Tres bajo cero, deshabituado como estoy, me parece la Antártida. Qué hago si me levanto, noche cerrada todavía. Leo un par de horas y más tarde desayuno a tele puesta. Tampoco tengo costumbre. Si estuviera solo pediría que la apagasen o, al menos, que bajaran el volumen. Pero todo el mundo parece muy interesado aunque es lo mismo que, estos días, se ve, oye y lee a todas horas.

Imaginaba Calatañazor como una morra amurallada en mitad de campos más o menos llanos pero está junto a un sabinar que me hace pensar en la zona de Tierra Muerta en la serranía conquense y en las últimas sabinas de la garganta Descuernacabras, que un cabrero iba abatiendo con el hacha para que las cuatro cabras pudieran comer a gusto.

El pueblo está en alto, lo propio para levantar murallas, bordeado por un riachuelo limpio y cantarín. El agua ha ido excavando una hoz de poca altura si piensas en las del Júcar en Cuenca pero más que suficiente para ponérselo difícil a un ejército sin pólvora. Dentro del recinto hay cuatro casas y un ayuntamiento cerrado que fue Tele-Club. No puede ser que aquí se diera, en estas angosturas, batalla de tanta fama y con tanta gente. Para conquistar o defender qué.

La iglesia, del siglo XVI en su traza actual, conserva los restos de una portadilla románica y extramuros hay otra de la misma época que sólo conserva el ábside pues el resto es más reciente.

Tomarse un café para aplacar el frío que muerde resulta imposible. Hay varios restaurantes y otras tantas casas rurales –así llaman a ese tipo de negocio– pero está todo cerrado. Frente a una de las casas, sobre un montoncito de arena, hay juguetes que algún niño no se ha molestado en guardar, tan seguro de que por aquí no viene nadie que quiera cargar con ellos.

La única señal de vida ajena la ofrece una pareja, ella y él, que se hacen fotos junto al busto de Almanzor, la bestia parda de reyes cristianos y árabes civilizados. Ha helado fuerte y el suelo, junto a la muralla, cruje y resbala. Desde arriba se ven unos sepulcros tallados en la roca, que ya debían ser muy viejos cuando apareció el yemení con sus guerreros, si es que lo hizo.

Es complicado no partirse una pierna, o la crisma, intentando recorrer la muralla por el exterior. Hay senderos cerrados en largos tramos por maleza agresiva. Junto al río, en el lado opuesto, se camina mejor y se está a resguardo del aire. La muralla es un caos, con muchas faltas y zonas en riesgo de derrumbe. Las rocas de sostén están perdiendo esa capacidad por las muchas grietas y oquedades que las incurias del tiempo, las aguas y los hielos han causado.

En los restos de estas fortalezas, castillos y pueblos amurallados, se entiende la expresión inglesa A castle in Spain para aludir a aquel que cree tener algo y no tiene nada. Y al tiempo qué bello es todo cuando miras hacia fuera, hacia los campos sorianos blancos y quebradizos, en barbecho. O el oteadero que remata la parte de la hoz que ves desde lo que queda de la torre del homenaje, donde un solo buitre está posado, tan grande y descuidado de las personas. Cuánta aspereza sólo rota por la templanza del arroyo entre huertos de tamaño monacal y árboles de galería.

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Leo sobre la habilidad de Semprún para infiltrarse en la universidad sin cantar la gallina. Nadie sabía, aparte de él y un par de personas de su entera confianza, que era el Partido Comunista lo que estaba detrás de aquellos manifiestos y asomos, magnificados en el exterior por los comunistas extranjeros. La dichosa lucha por la democracia, menudo camelo.