La mujer más bella del mundo

 

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Mi prima era la mujer más bella del mundo y yo estaba perdidamente enamorado de ella. Que estuviera recién casada y no hubiera cumplido yo diez años no me impidió declararle mi amor incondicional. Prometió esperar a que me hiciese un hombre pero no pudo cumplirlo porque la muerte se la llevó inesperadamente, en el apogeo de su esplendor.

No tengo duda de que lo ocurrido después es una muestra de que la belleza está muy bien considerada en el más allá –y cómo podría ser de otro modo si se trata del recuerdo borroso, visible para nosotros, de la infinita belleza de Dios– pues su cuerpo, su crisálida mortal, no se corrompía.

Su marido visitaba el panteón familiar cada tarde, abría el ataúd colocado sobre una mesa de piedra y hablaba con ella. Lavaba su cara con agua de colonia y no abandonaba el cementerio hasta que el sepulturero daba aviso del cierre, llegando la noche.

Durante semanas pareció que se había dormido, que no estaba muerta salvo por su blancura irreal, hasta que una tarde –tan de repente como murió– el marido la encontró podrida. Los gritos atrajeron al sepulturero, un albañil tullido, que lo sacó de allí como pudo y lo entregó a su familia en un estado lamentable.

Puedes, lector, no creer lo que digo pero fue así como sucedió. No volví a saber más de aquel pobre viudo porque mi familia se fue a vivir a otra ciudad y más tarde a otra, mientras yo cursaba estudios en un internado. Las vidas, entonces, no estaban tan comunicadas como ahora: cincuenta o cien kilómetros representaban una distancia muy considerable.

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Pues no, no me fascina Ingres, cuyos retratos dibujados a punta de lápiz –sin embargo– me vienen asombrando desde la adolescencia. En ellos está toda la vida que borra tan cuidadosamente en su pintura, buscando un ideal con el que oponerse al fogoso Delacroix, heredero supuesto de los grandes barrocos. Resulta fácil, abrumado por los detalles, que el espectador no se dé cuenta de que Ingres es, ante todo, un esteticista capaz de sacrificar el mundo entero a la cadencia de una línea.

La pintura cerrada y fundida me aburre. Estoy muy dispuesto a pasar por ello ante un primitivo pero no ante un pintor del siglo XIX.

Y luego está el problema de la resonancia. No tengo ninguna duda de que Rosales es mejor pintor que Delacroix en términos de saber montar y pintar bien un cuadro pero la historia de España, en aquel tiempo, carecía de interés mientras que las torpezas del pintor francés, muy arropadas por la preponderancia de la cultura francesa y los ideales de la Revolución, quedan bien disimuladas pues todavía vivimos en su estela, sin poder dedicar todo nuestro interés a lo que de verdad importa.

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Se pusieron muy nerviosos cuando comenzó a correr la noticia de que Sorolla se ayudaba de fotografías para hacer sus grandes obras de asunto –sin perjuicio de pintar, al tiempo, suficientes estudios a pequeña escala como para tener la mayor información posible– y han ido publicando fotografías en las que puede verse al gran pintor pegando pinceladas en lienzos enormes que le sostienen unos cuantos ayudantes.

No tiene que ver: la idea del pintor sobrehumano concentrado ante el lienzo en blanco, que entorna los ojos y es poseído por la musa en un trance que culmina en obra maestra es un mito que viene del Romanticismo y hereda Picasso, haciendo de ello estilo cinematográfico. Los pintores de la tradición, bien conscientes de que al genio sólo se llega de verdad a través del oficio, echaban mano de todos los medios que ayudaran a llegar a puerto, en una travesía en la que –realmente– se jugaban la vida.

Hoy todos esos medios han terminado por alumbrar las, generalmente, detestables pinturas que imitan o compiten con la fotografía. El reto, pues, no es alcanzar la perfección verosímil sino traducir a pintura lo real de modo que permita a la sensibilidad del espectador sentarse a la mesa y compartir el festín.

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En una vida caben unas cuantas, a veces bien acordadas, a veces en pugna. No siempre eres tú quien decide salvo que te pongas por delante de todos, en un alarde de egolatría que ya no es literaria e inofensiva sino de las que te destruyen al mismo tiempo que destruyes a quienes comparten la vida contigo. No es juicio: hay gente que vale para eso y otra que no.

Intentan convencerme para que exponga obras de estos últimos años y se me hace cuesta arriba. He perdido por completo el interés en los argumentos juveniles: éxito, fama, reconocimiento y, al final, poder vivir de tu vocación.

En una persona de mi edad todo eso es irrelevante. Vivo de otra vocación, los míos se bastan a sí mismos y voy eliminando poco a poco todo lo que no es esencial en la vida. Es el hecho de pintar o dibujar lo que me causa placer. Lejos de aquellas angustias de la juventud que hacían imposible permanecer en el estudio, en estado de concentración suficiente, más de cinco o seis horas, –pasadas las cuales necesitabas echarte a la calle, ver gente, distraerte– ahora puedo estar con el pincel o el lápiz en la mano varios días seguidos, todos los que me permite el trabajo pane lucranda, sin sentirme fatigado o mentalmente exhausto. Tanto da que pinte alla prima o por sesiones: o bien termino de un tirón o dejo que el cuadro seque durante semanas antes de volver a ponerlo en el caballete para continuar.

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¿Es posible dedicarse a la crítica musical sabiendo muchos datos aunque falle lo esencial, que es oído y gusto sensible? En la pintura, en la escultura, suele ser lo habitual: saben hasta la marca de cigarrillos que fumaba Picasso durante la ocupación alemana pero son incapaces de distinguir un Picasso bueno de otro malo, y no digamos un falso de un auténtico.

Otro tipo de pájaro es el que hace el camino inverso: en lugar de ir de la contemplación de las obras a los fundamentos estéticos va de la estética como disciplina filosófica a… (iba a decir «las obras» pero no es cierto: suelen quedarse en tierra de nadie, un lugar en el que no están las obras y la estética salió volando por la ventana).

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Por razones que no me explico mi sintaxis es cada vez más confusa y debo volver sobre ella en varias ocasiones para corregirla. Solía fluir con relativa facilidad y hacía muy pocas correcciones pero ya no es así. Espero que no sean los primeros síntomas de la maldición familiar.