Pisando callos y vidrios rotos

 

 

Fournier.Funeral-Shelley

 

Me pregunta M si he tenido mucho enemigos en lo que llevo vivido. Sólo tres, respondo, pero de los que valen por un ejército. Mi inocencia está fuera de lugar en uno de los casos, que me lo trabajé a pulso; en los otros dos me declaro  por completo ajeno al resultado.

El primero fue un pintor aclamado entonces y hoy bastante olvidado. En 1976 o 77 me presentaba yo a las becas de la March, que eran cuantiosas y permitían vivir bien uno o dos años si estirabas el dinero. Escribió un bonito texto de presentación Juan Manuel Bonet y en el jurado estaban Antonio López y Eduardo Chillida además del futuro enemigo, que tenía voz pero no voto. El cuadro que presenté –desaparecido o robado, no lo sé– era una pintura abstracta con severas influencias de la Escuela del Pacífico y muy all over, como señalaba Bonet en el mencionado texto. Era buena, perdonen, y marcaba una tendencia que se extendió en los siguientes años. ¿Por qué tuve yo acceso entonces a material estético que todavía tardaría en llegar y extenderse? Esa es otra historia y me haría alargar demasiado la entrada. El título, lo recuerdo bien, era «John Coltrane, In Memoriam». A Chillida y Antonio debió gustarles porque la apartaron para beca. El tercero, mi desconocido enemigo, se opuso con un argumento extrapictórico: «Este chico es talentoso pero le haríamos un gran favor no dándole la beca para que se esfuerce más». Los que de verdad tenían opinión se negaron a tomar en cuenta la sibilina propuesta y me la dieron. Qué gozada, la tranquilidad económica con un hijo de corta edad y unas perspectivas con trayecto: el año anterior había firmado con la galería de Juana Mordó, tras de mi exposición con Enrique Gómez Acebo, un perfecto caballero que no se molestó cuando Juana se llevó pintor y obra. Guardo de él el mejor de los recuerdos.

Cada trimestre yo tenía que justificar el trabajo y mi supervisor era justamente el enemigo. Nos dábamos caña en un plano no personal –eso creía yo– sino de ideas. Así hasta que, cumplido el plazo, solicité la renovación. Habitualmente se la concedían a todo el mundo –de hecho el músico Tomás Marco (o era Luis de Pablos) llevaba un montón de años disfrutándola. La persona que me recibió, y con quien pasado el tiempo hice amistad, me dijo que no lo solicitase, que tenía un poderoso enemigo en la casa. Salí de allí desolado pero sabiendo a qué atenerme en lo sucesivo.

Cuando llegó la exposición de los trabajos Bonet publicó un artículo en El País poniendo en evidencia lo que bastaba con visitar la exposición para ver: mis obras iban muchos pasos por delante del resto de becarios, qué se le va a hacer. Eran los cuadros de la Suite Castellana y el poeta Antonio Colinas y yo quisimos hacer algo con aquello aunque no terminó por cuajar. Una carpeta de aguafuertes y poemas de Antonio. Lástima porque es de los proyectos que me hubiera gustado haber hecho.

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Al segundo enemigo lo alimenté a biberón. El tipo andaba perdido, trabajando de freelance en negocios de la cultura y sin entender nada. Hay vídeos por youtube que demuestran que no invento. Menudo carajal tenía en la cabeza. Este, que luego sería enemigo encarnizado, representó un caso más doloroso por cuanto había afectos cruzados y amistad de niños por medio. Todo fue bien hasta que comencé a notar un desapego progresivo, muy bien medido. Las cosas siempre terminan por quedar boca arriba y enseñar la cara: un escritor amigo de ambos me quitó la venda y llegaron las certezas. Lo habitual: primero indignación, luego pena y después recochineo. Lo más interesante es que este segundo enemigo y el tercero acabaron haciéndose amigos y aliados. Bueno está.

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Por supuesto que habré pisado callos, a veces por orgullo y otras sin darme cuenta. Es cuestión aritmética no caerle bien a todo el mundo. Sabemos, es ciencia, que la impresión que nos causa el otro está determinada por nuestras propias vivencias anteriores: si su cara nos recuerda, aunque sea muy vagamente, a alguien que nos hizo daño en el pasado (al enemigo en general) la alerta permanece y se despierta: nos va a caer mal seguro, aunque sea una bellísima persona. Establecemos juicios a priori de los que no somos conscientes, estamos plagados de ellos.

El tercero –son tres– está muy trabajado: espía mis correos con trucos que le hacen parecer poderoso pero que son de primero de hacker según me dicen los que saben de esto. Ficha mi correspondencia y se dirige a mis relaciones de internet, algún escritor o pintor. Es experto en calumnias y maledicencias logrando, en contados casos, que esas amistades –si se puede llamar así a gente que no conoces ni te conoce– ya no conteste a correos o comentarios en FB. No es grave: nunca roba dineros ni asoma el morro porque intervendría la Telemática y lo más es que te obliga a tomar medidas con las contraseñas. Molesto pero llevadero. Qué más da que te presente como un monstruo de siete cabezas o un alma podrida. El despecho tiene esas cosas, ya debería haberse cansado pero eligió este camino. De cada acción suya hay reporte y vigilancia, qué lástima querer recorrer el callejón de las almas perdidas.

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Vamos al toro, que es lo que interesa. Cuando en un apunte o cuadrito pequeño tardas media hora en el siguiente quieres tardar dos o tres sin darte cuenta. Es la mala conciencia, que asoma a tu pesar: eso tan fácil para mí no puede ser bueno, lo suyo es sufrir –te dice el instinto. El sufrimiento como garantía de la excelencia: si me cuesta mucho tiene que ser bueno. Ya me advertía el maestro Zóbel: ojo con sufrir y cansar el cuadro, eso no garantiza su bondad, un cuadro cansado es sólo un cuadro cansado. La diferencia con mi juventud es que ahora sé dejarlo que seque, olvidar cómo he llegado hasta ahí y arreglarlo o tirarlo. Me ha costado cuarenta años algo tan simple.

Zóbel contaba el proceso montado por Ruskin contra Whistler, pintor cuyos apuntes rápidos estudié mucho de joven, que sufrió las embestidas del crítico y teórico pre-raphaelita. Conocida es la respuesta del elegante pintor, trasunto del Elstir proustiano cuando el juez, haciendo eco, le pregunta: ¿Es cierto que ha pintado usted el cuadro en veinte minutos? Sí, señoría –contesta– y cuarenta años de práctica para poder pintarlo en veinte minutos.

¿Cómo puedes hacerlo en veinte minutos? Porque una parte de ti va por delante sin que tú lo sepas. La misma que, dicen los neurólogos actuales, ha tomado una decisión antes de que tu razonamiento crea haberla tomado.

Pero lo interesantes es que, por debajo, te siga trabajando la mala conciencia, como si por el hecho de analizar y pintar rápido estuvieras cometiendo una estafa.

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Los diseñadores cuentan ya con un aparato que, colocado contra una superficie coloreada (un tejido, el color de una pared…) analiza dicho color y busca la equivalencia en la escala Pantone. Parece que son muy exactos.

No tardarán mucho en inventar otro para los pintores y bastará con apuntar contra alguna parte del natural para que sepamos con exactitud el Pantone equivalente. Y nos aburriremos mucho porque, si prospera, se olvidará la parte más importante del arte pictórico que es la respuesta que el artista es capaz de dar con sus medios a la suscitación del mundo visible.

Si una escala Pantone tiene quince o veinte mil parches de color la paleta de genios como Tiziano, Rubens, Van Dyck y Velázquez se componía de seis colores básicos y dos o tres más para efectos locales mediante veladuras. Su respuesta cromática a la representación de lo real estaba exenta de esfuerzos inútiles y, al igual que en la música, una tonalidad bien desarrollada y modulada sirve para toda la obra nos demostraron para siempre que el realismo no es real y que la realidad hay que buscarla siempre en el alma del que pinta y el alma no se expresa con derroches ni con el vano intento de la escala uno igual a uno.

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Azúa ha ingresado en la Academia. No lo conozco personalmente aunque nos hemos cruzado algunas veces y, como soy de dejar tranquila a la gente, nunca he hecho el salto de la rana para darle la mano y citarle los amigos comunes. No es mi forma de ser.

Debo decir que me alegra que entre gente de su edad en la severa institución, antaño asunto de filólogos y escritores y en la que hoy puede sentarse casi cualquiera (los hay que sólo han publicado uno o dos libros y malos), porque el tiempo huye y porque les toca.

Con Azúa mantengo algunas diferencias teóricas con relación al arte. Sin duda que posee una gran formación en Estética, que es al arte lo que los tratados de estrategia militar al combate: instructivos pero de relativa aplicación. La mayor diferencia con él es que, deduzco de lo que escribe porque –repito– no he podido aclararlo personalmente, es que acepta sin discusión la historia del arte del siglo XIX (y sus consecuencias en el del XX, como es de rigor) escrita por los franceses y refrendada por el negocio desde que los innombrables decidieron meter ahí su dinero. Me parece tremendo error pero eso es cosa suya.