Sacro y profano

 

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Era un hombre menudo de contextura, pequeño de talla y muy atildado de aspecto. Vestía traje con chaleco, camisa, corbata y gemelos en un tiempo en el que no había telas sintéticas. Estaba al final de su vida y fue mi primer maestro en la escuela primaria de un pueblo en el que mar y campo se abrazaban amorosamente, sin estruendo.

Toca hablar de mí: era un niño modelo que entró en la escuela sabiendo leer sin que nadie le hubiera enseñado, tenía una caligrafía a plumilla y tinta que causaba admiración, se me daban muy bien la geometría y el cálculo, leía cuanto me dejaban y cantaba bien en una casa en la que mis padres, ambos, lo hacían de primera (mi padre fue músico aficionado en su juventud aunque llegó a actuar en público). También me gustaban los bocadillos de salchichón, los helados al corte e ir de pesca con mi padre en un barquito que tenía.

El maestro me adoptó y no sólo se esmeraba especialmente conmigo dándome a leer libros de persona sino que me mandaba a comprar el tabaco al estanco, muy cerca de la escuela. Fumaba unos cigarrillos que no sabría decir si eran de tabaco negro o rubio. Sí recuerdo que la marca era Rumbo y que le teñía los dedos de amarillo pardo. También le gustaba tomarme el pelo con la estanquera pues, muy serio, yo repetía lo que el maestro me había dicho: ¡Por favor, Rumbo a El Cairo!

Imagino que fue a finales del segundo curso cuando el maestro se jubiló. Le hicieron un homenaje y yo fui el elegido para aprenderme una poesía al efecto aunque, en el interín, caí con paperas y debí recitarla con la cara hinchada y la lengua estropajosa. La recordé y salió bien. Después del homenaje el maestro siguió en la clase una corta temporada y uno de aquellos días en que me hizo señas para que le trajera tabaco me acerqué a su mesa y vi que, entre pulgar e índice, manejaba un moco grande y verde. Lo amasaba distraído, mientras leía, y sentí una fuerte repugnancia. No pude separar el asqueroso acto de la persona y dejé en aquel mismo instante de tenerle afecto. Después me lo encontré varias veces por el pueblo, paseando, pero le saludaba de lejos casi como si no le conociera. Se murió muy pronto.

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El fotógrafo separa una parte del mundo y nos la ofrece. Lo que muestra puede ser mentira porque el mundo continúa fuera del encuadre pero no podemos verlo. El pintor figurativo no puede mentir porque el mundo que muestra carece de límites: toda la realidad está dentro del marco. Puede mentir en lo que está dentro pero no en lo que ha dejado fuera.

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Leída anoche una frase de Einstein en ‘El mundo como obra de arte’: Dios es sutil, pero no malicioso.

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La pedantería permite quedar bien en público y puede facilitar una carrera pero no ayuda a hacer obras de mérito. Está compuesta –en variada proporción según las personas– de buena memoria, un ego importante y la convicción de que se es único y destinado a esclarecer la oscuridad mental ajena.

En ciertos periodistas, en su obra publicada en forma de libro, puede verse el devastador efecto de la pedantería: escriben excelentes artículos periodísticos pero en el libro les falla lo fundamental pues suelen fijarse en lo que no tiene importancia.

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Con la pintura sucede lo mismo que con las películas de miedo: cuanto más se enseña al monstruo, cuantos más detalles le ponen, menos impresiona. Hasta puede llegar a dar risa.

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Lo que no les podemos perdonar a los padres es que envejezcan y mueran: nos hicimos personas a su lado, pensando que estarían con nosotros para siempre.

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En un país comunista nadie conoce el pasado que le espera.

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Se nos vendió con entusiasmo vanguardista que el arte siempre camina hacia delante. Por supuesto que no es verdad y tal forma de proceder es propia de tiempos de grandes crisis. Pero lo que me interesa es anotar que el arte puede proceder por desestimiento. A saber: ningún artista joven, antes de ser maleado, quiere otra cosa que ser bueno en lo que conoce, en lo que ya está hecho.

Picasso pretendió triunfar en lo académico, al renovado modo de Casas, pero no tenía las cualidades necesarias. Dio vueltas hasta encontrar el atajo para entrar en un territorio en el que sólo estaba él que es, por tanto, quien pone las reglas. Un poco de ayuda financiera y el resto es historia conocida.

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La voluntad puede mover montañas pero suele proceder piedrita a piedrita. La voluntad sin talento te da de comer pero no te deja producir obras memorables. El talento sin voluntad suele acabar en proyectos e intentonas.

En mi juventud R. tenía un talento literario muy superior al de T. El segundo, tacita a tacita, terminará en la Academia mientras el primero fue una tormenta de verano que aplacó el calor durante un rato y al que pocos recordarán dentro de unos años. LMP es asunto diferente: estaba poseído y la frontera entre genio y locura es demasiado afilada como para manejarla sin precauciones.

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La Belleza puede ser estática o dinámica. Amor Sacro y Amor Profano apoyados en una tumba. Platón y Newton.