La guitarrica y el estupor

 

artlimited_img300910

 

Los insultos forman parte de la vida de todos nosotros aunque algunas veces no los merezcamos. El peor que me han dirigido fue hace más de treinta años cuando cierto artista conquense dijo a otro, refiriéndose a mí, ‘ese pintor que se cree Velázquez’.

La antipatía, que a esas alturas ya era mutua, venía de lejos. Sin embargo, en mi juventud, admiré su obra con sinceridad: me parecía culta y refinada, propia de maestros de otras latitudes. Por alguna razón que nunca he terminado de comprender acabamos enfrentados y, por ello, sólo pude disfrutar un año de una beca March aunque entonces la renovaban por costumbre. Se opuso a que me la diesen con un argumento sibilino (‘tiene talento pero es mejor no dársela para que se esfuerce más, lo puede hacer mejor’). Por suerte para mí Antonio Lopez y Eduardo Chillida pensaban de otra manera y eran dos contra uno. Pero hubo venganza por su parte en cuanto pudo.

El insulto me lo dirigió en un tiempo en el que mis defensas naturales estaban bajas: la vida, antes sonriente, se me esquinó y enseñó unos colmillos afilados, sucios. Estaba dando clase y no tenía tiempo para pintar. La necesidad de sacar adelante una familia creciente se colocó en primera fila, tapando con su sombra todo lo demás. Trabajaba de la mañana a la noche en las clases y organizando una facultad de nueva creación por unos pocos billetes más al mes que para mí eran vitales. La gente, más lista que yo o menos necesitada, llegaba en el tren desde Madrid, daba su clase y se marchaba. Si acaso aportaba algo era más por el efecto de tener que esquivar sus críticas que por echar una mano. Bueno está, no era culpa suya sino de mis circunstancias.

El insultador había diseñado un monumento para una plaza y éste era tan enorme que se apoderaba de todo el espacio visual disponible, dejando el antaño recoleto lugar hecho una lástima. Quienquiera que fuese le puso algo con spray en la escultura y tal vez porque tuviera algún rasgo ‘artístico’ debió pensar que sería alumno mío. Y pudiera serlo, quién sabe, aunque nunca hablase yo en el aula de tal monumento ni de tal artista. Pero se hartó de decir que, de no haber sido yo el autor de la pintada, era seguro el inductor.

Y no se le ocurrió nada más ofensivo que compararme con el gran maestro de la pintura, a quien llevaba yo años estudiando con tal seriedad que mandé a paseo una carrera –brillante hasta donde llegó– de pintor vanguardista. Fue un golpe muy bajo porque no ya para escudero –como quería el poeta gaditano respecto a Garcilaso– ni para limpiarle los pinceles servía, ni sirvo.

Con los años el feroz insulto dejó de hacerme daño pues entendí que la persona no es despreciable porque no sea capaz de cumplir ideales que la sobrepasan sino por el hecho de volar tan bajo que sólo sirve para levantar un poco de polvo.

Tal vez fueran celos del mucho afecto que me tenía Z. quién sabe. Ya había muerto y la bellísima ciudad de entonces era para mí puro dolor. No fui capaz de separar la ciudad de la persona y tuve que marcharme por segunda vez y tal vez para siempre.

*

En septiembre pasado las ranas del arroyo se habían refugiado entre las piedras del puente medieval. Ella lo advirtió porque atisbóun brillito en la sombra, y quedó tan intrigada como para acercarse a ver de qué se trataba. Todas las juntas, entre piedra y piedra, estaban llenas de ranitas que aprovechaban esa última humedad. Ni un charco a la vista en todo el cauce, que allí forma una curva no muy cerrada. El lecho pedregoso, sin limos que mantengan algún frescor, son trozos de pizarra cuarcítica redondeados, grises y pulidos.

Esta mañana he dado un paseo por allí y, aunque no ha sido mucha la lluvia caída días atrás, se han formado los primeros charcos, alguno grande. Bulle la vida en ellos como señalan las estelas, círculos y pequeñas agitaciones que mueven la superficie tranquila. El pasto seco ha caído con el peso del agua y un ligero vello de hierba nueva ha comenzado a salpicar los ribazos. Hay una salguera sobre unas rocas y las hojas amarillas están cayendo sobre el agua. El río no las arrastra porque todavía no hay río y para cuando vuelva se habrán ido al fondo seguramente.

Ella me ha preguntado si habría cangrejos y he pensado –y dicho– que probablemente no, dado el lugar en el que estamos. Sólo un poco más tarde he tenido que arrepentirme porque, sobre una piedra señera, he visto excrementos frescos de nutria y sí contenían restos de cangrejo.

*

Dice King, Stephen –el de los relatos de terror–, que utilizar la naturaleza para acentuar los estados de ánimo de los personajes es recurso de mal narrador. Yo me tomo muy en serio lo que opina quien, desde luego, sabe contar historias. Escribe exactamente: ‘La deplorable falacia de que los sentimientos humanos tienen su reflejo en la naturaleza. Un pobre recurso de los escritores de tercera fila para crear atmósfera en el relato.’

*

En 1977 el panorama político en España –decenas de partidos y grupos políticos– se despejó tras las elecciones: los votantes arrojaron al abismo a la extrema izquierda, a la extrema derecha, al Partido Comunista y a los restos del naufragio franquista. En el lugar de todo aquel caos se alzaron dos opciones moderadas bien definidas: la socialdemocracia representada por el PSOE y un liberalismo de centro escenificado –con algunos festones socialdemócratas– por la UCD.

La crisis económica nos ha traído la inevitable ‘franquicia del malestar’ como atinadamente la llama el filósofo Pardo. De nuevo la extrema izquierda, los antisistema y un coro de viejos jipis que seguían viviendo en la acracia feliz con sus borricos, acelgas de huerto, la guitarrica y el estupor, aplauden a los aprendices de Koba entrenados en Venezuela por los servicios secretos cubanos. Como si estos viejunos jóvenes comunistas, después de utilizarlos, no les fueran a partir la guitarra en la cabeza, matado el burro para hacer conserva y expropiado las acelgas. Quién les mandará andar entre profesionales si estaban estupendos cuando salían del huerto para lo de ‘Nucleares no, gracias’ y poco más.