Navegando me perdí

 

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La gente simple pone en el mundo hijos como ellos: la clave de la felicidad. Los complicados trasladan a los suyos la manía funesta de jugarse la felicidad a todo o nada. César, sólo la ensalada.

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¿Qué le pasó a Esteban Sánchez para dejarlo todo y volverse al pueblo? Orellana no está lejos de aquí y, durante un tiempo, iba yo cada dos o tres días por asuntos de trabajo. Sabía que uno de los mejores pianistas españoles vivía allí en una media reclusión, entre las clases en un conservatorio de provincias y su casa familiar.

Debió ocurrirle algo de suficiente importancia como para truncar voluntariamente una carrera tan notable. Nunca lo sabremos, la gente no cuenta las cosas que han marcado su vida.

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Dice uno del arte: “El color nunca se equivoca”. No, claro que no. Se equivoca el pintor pues el color, pobre, no sabe usar los pinceles. ¿Cómo se pueden decir cosas así y no morir de vergüenza?

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Hay pocas cosas tan conmovedoras como la relación que mantiene un joven músico con su maestro. Me refiero a la música que dan en llamar ‘clásica’. Devoción, respeto, amor y –al tiempo– deseo de superar, de brillar por encima y merecer su admiración.

En el mundo de los pintores y escultores de la tradición era parecido. Hoy no tengo ni idea.

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Es penoso no poder escribir tres líneas seguidas sin demostrar que eres poeta, no poder hacer tres rayas en un papel sin dejar bien claro que eres dibujante o no poder silbar ‘El puente sobre el río Kwai’ si eres músico.

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Sólo reconozco dos maestros: Fernando Zóbel y Antonio López. No cabe mayor diferencia entre ambos pero mis razones tienen poco que ver con sus respectivos estilos.

Antonio López, primero en el tiempo, porque su obra y actitud ante el arte me enseñaron que se puede seguir, que puedes hacerlo mejor o peor pero que la honestidad siempre te salva en últimos término, aunque hayas de romper la obra. Su actitud ante lo real, la humildad del ‘no sé nada’ sobre lo que tengo delante.

De Fernando Zóbel aprendí a mirar el arte con ojos limpios de prejuicios, como una parte más de la realidad, algo tan real y tangible como una manzana sobre una mesa. Me enseñó que el arte tiene reglas no evidentes, geometrías y números que resuenan en el ojo y se completan en el cerebro.

También es humildad saber quién eres y dónde está tu medida.

De Antonio: nunca es suficiente. De Fernando: ya es bastante.

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Un confuso sentido del tiempo: pasado, presente y futuro ocurren simultáneamente en diferentes planos. Es la realidad aunque no podamos verla de esa manera.

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He leído días atrás ‘El corazón de todo lo existente’, título que alude a una montaña sagrada para los indios de las grandes llanuras norteamericanas. Lo que me interesa de ellos no es el mito del buen salvaje sino el brutal choque entre cazadores-recolectores que viven en el paleolítico y los descendientes de europeos. Se adaptaron muy rápido: en apenas dos generaciones pasaron de las puntas de silex al metal y de ahí a las armas de fuego.

Es intrigante el hecho de que existan poblaciones humanas que no evolucionan en la medida esperada. En el caso de los indios de las llanuras tal vez no tuvieron necesidad de hacerlo a causa de la abundancia de comida disponible antes de la llegada de los europeos. Como nuestros antepasados, los cazadores aborígenes de Norteamérica ajustaban su calendario con el de las manadas de bisontes que recorrían los grandes territorios en busca de pastos. De éste animal –y de alces o wapitis– obtenían casi todo lo que necesitaban: carne, grasa, piel, tendones y huesos. Con eso y ramas escogidas de tejo u osage (maclura pomifera, una especie de naranjo silvestre) para fabricar sus arcos, estaban preparados para la caza o el combate.

El libro que da pie al comentario analiza, en especial, las estrategias de Nube Roja, que fue el primer hombre cabeza que consiguió unir a las tribus y aplicar estrategias militares modernas al mismo tiempo que tácticas guerrilleras ancestrales. La combinación fue letal y permitió, por primera vez, derrotar al ejército invasor. Como era de esperar –pero eso no podían saberlo los indios que defendían sus territorios– tal derrota abrió el camino para que los políticos reticentes dieran carta de naturaleza a una guerra de exterminio –sin distinción de sexo ni edad– cuyo final conocemos.

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En nuestra cultura se puede haber leído bastante sobre alguien y no conocer de primera mano su obra. Tal me sucedía con Justi y el libro ‘Velázquez y su siglo’, publicado en 1888. No fue la primera monografía sobre el pintor de pintores –tal mérito corresponde a Cruzada Villaamil– pero sí la más influyente en su tiempo fuera de España.

Lo cierto es que, a pesar de lo fácil que hubiera sido encontrar cualquiera de las ediciones de la obra, me daba pereza leer sobre cosas que ya sabía, teniendo en cuenta, además, que Justi perteneció a la corriente idealista pues no en vano su otro gran trabajo como historiador del arte tuvo como objeto a Winckelmann.

El Velázquez de Justi es un genio que no debe nada a nadie, que surge de la nada y camina –o vuela, según algunos– solitario. Si lo habitual es decir que la pintura española es un cruce poco natural entre la pintura flamenca y la italiana, Justi afirma que no hay pintura que pueda ser llamada ‘española’ con propiedad hasta Velázquez. Sabe de la estancia de Rubens en Madrid pues el citado Cruzada Villaamil considera importante el asunto en su obra. Y sabe también que, de resultas del apoyo de Rubens, Velázquez puede viajar a Italia por primera vez. Pero no concede importancia alguna a ambos hechos: para él Velázquez no incorpora ninguna influencia o enseñanza rubensiana y regresa de Italia como se fue. De hecho, si hubiera permanecido en Madrid, su obra se habría desenvuelto de la misma manera, viene a decir.

Sabemos que esa visión tan idealista y romántica del genio es falsa pues Velázquez atendió, y mucho, los consejos de Rubens (vale la pena apreciar esto desde el punto de vista técnico siguiendo la generosa documentación que aporta Carmen Garrido en su ya indispensable obra), tanto como el riguroso estudio emprendido por nuestro pintor de aquello que le interesaba en la pintura italiana. Parece que el más español de nuestros pintores ofrece unas cuentas con saldos favorables… a la pintura flamenca e italiana.

Como idealista Justi no tiene en cuenta el contexto y si bien –como elegantemente dijo alguien que no recuerdo– ‘el precio de los garbanzos en la Florencia de los Médici no explica el genio de Miguel Ángel’, hay que atender a la trama de circunstancias –pues tal es el contexto– en los que al artista debe desenvolverse. El contexto no ofrece explicación para el talento pero lo condiciona: si Velázquez puede desarrollarse como artista, y como persona, en una Corte amante del arte que prefiere los retratos y las fábulas a los cuadros religiosos, Zurbarán ha de deambular de convento en convento pintando frailes pues, fuera de la Corte, el único patrono capaz de asegurar el sustento es la Iglesia.

Sin embargo hay cierta verdad en la apreciación de Justi. Velázquez no aprende el oficio en el taller de un artista técnicamente brillante sino en el de un pintor provinciano y torpe, aunque culto y de buen carácter. No estamos ante el caso Rubens y Van Dyck donde un joven con unas dotes naturales extraordinarias puede desarrollarlas junto a un maestro capaz de darles forma e impulso.

Aunque Velázquez atendió los consejos técnicos de Rubens sólo incorporó aquellos que le eran afines, dejando fuera el resto. Y no será hasta su madurez cuando adoptará, a su manera, el modo veneciano de pintar alternando y yuxtaponiendo opacidad y transparencia.

El Velázquez que nos pone delante el gran historiador alemán es, en cuanto genio, similar a Leonardo, Rafael, Miguel Ángel o Rembrandt: misterioso e inexplicable. El genio no se explica, sólo se disfruta. Nuestro Velázquez, el de hoy, es más persona, seguramente lo comprendemos un poco mejor aunque sigamos sin saber cómo fue capaz de poner en pie un prodigio como ‘Las Meninas’. Este afán, tan siglo XX, de entenderlo todo.