Aléjate cuanto puedas

 

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Salí con el sol filtrado por niebla ligera, casi una veladura. El frío castellano se ocupó de poner el fondo adecuado al acto. Al pasar Valladolid estaba cayendo una lluvia fina, de las que lloran de cielo bajo y tristón. Discúlpenme, uno es pintor por costumbre y ha de preocuparse de que el fondo acompañe expresivamente al tema. En este caso lo hacía.

Recuerdo a un profesor de la vieja escuela de San Fernando que nos explicaba: ‘Si han de representar el entierro de su padre y se sienten muy afligidos, mejor pongan lluvia aunque brillara un sol espléndido. Si decidieran poner sol recuerden que eso sólo está al alcance de los genios como Sorolla’. Bien, en este caso, llovía de verdad y el ambiente –sin ser el del cuadro de Pradilla que, por fin, llegó al Prado– era el adecuado, sin exigirme pruebas de valor que no están a mi alcance.

Llegué con el tiempo justo al cementerio aunque se retrasaría la ceremonia, –escueta, breve y casi luterana– de un responso por el alma de J. a causa del retraso de un sacerdote en vaqueros, muy joven, que no conocía a nadie ni por nadie preguntó y que salió escopeteado, como si le dieran miedo las tumbas, en cuanto terminó el ‘gori-gori’.

Un cementerio pequeño, cerrado por tapias, en lo alto de una somera elevación, a no más de un kilómetro del pueblo. Cuando en la veintena de mi edad venía por estos pagos, las altas tapias me hacían pensar que eran expresión del miedo que los vivos tienen a los muertos, tan viejo como el mundo. Años después recorrí Gran Bretaña, –donde los cementerios forman parte de la iglesia y están en terreno abierto–, y caí en la cuenta de que, si una parte es miedo, la otra es protección contra los animales (perros y zorros) que podían excavar las tumbas y violentar los restos. Esos perros que había en los pueblos cuya única señal de propiedad era que dormitaban a las puertas de las casas y a los que, de tarde en tarde, se echaba un mendrugo seco.

Ha cambiado mucho el interior del camposanto. Antes la gente era inhumada en el suelo y una cruz de hierro colado con un medallón en el centro para esmaltar la foto del difunto con una escueta leyenda bastaban. La familia rica, una en este caso, tenía lo que malamente se puede llamar panteón: un cobertizo con estructura de madera, de la que se llena de fendas pero no se pudre porque el frío del invierno mata a la larva más vigorosa.

J. prefirió ser enterrado en el suelo y le han preparado una de esas tumbas de urgencia, de granito pulido blanquinegro y letras doradas. No le hubiera gustado, creo que no. Pero hoy no pensamos en la muerte con la antelación –y placer, hay que decirlo– de los antiguos, que preparaban el escenario con el tiempo suficiente para que todo estuviese a su gusto. De cualquier modo es irrelevante: J. ya no está en esas cenizas como en la exhuvia vacía no está la oruga que se hizo mariposa.

Dentro y fuera los deudos y familiares. Unos con dolor sincero y otros cubriendo el expediente y estando allí por respeto al difunto. Los ladrones y aprovechados, que nunca faltan en estas ceremonias familiares. Los que robaron a manos llenas, con premeditación y alevosía y que, tras quedarse con lo robado, quieren tener también la victoria moral del perdón cristiano sin restitución de lo robado.

Añadir teatro a los sentimientos nobles no va conmigo. La pareja me hizo pensar en la frase de Chateaubriand, a propósito de Talleyrand y Fouché juntos, caminando del brazo: ‘La ignominia apoyándose en el vicio’.

Humo. Estás de más y aléjate cuanto puedas. Y más cuando barruntas ahí mismo nuevas traiciones (gestos fuera de lugar por innecesarios y un punto excesivos) que J. mantuvo a raya mientras estuvo vivo y que irán dirigidas contra personas a las que quieres. El mal, la peste, caminan por desgracia de la mano de la caridad.