Dejar la dignidad en el empeño

 

 

Entre viajes y trabajo ha llegado la Nochebuena, sin hacer ruido. Ayer todavía estaba yo por Zafra, Fregenal, Jerez de los Caballeros y los Santos de Maimona, de trabajo pero echando miradas a lo hermoso del paisaje en someras tierras que no admiten arado pero dan una hierba nueva, tan fresca y barnizada por el sol de invierno, que entran ganas de volverse vaca o irse a vivir con ellas.

En Fregenal ya hay toques andaluces en el habla y los sabores. A mí no me llama el rulo de cabra con reducción de balsámico porque soy tosco y pienso que lo más es cuando las cosas, hechas con primor, salen de una paleta reducida. Un jamón que aquí sólo puede ser bueno, aceitunas aplastadas, boquerones fritos según la norma, y me siento rey de tierras y mares. Pago contento y salgo a la calle sin la sensación de haber sido timado en alguna medida.

En Mérida tomé un café de las cinco y media de la tarde, en un chiringo con pretensiones junto al Guadiana. Pero el río, la luz y la tranquilidad de una ciudad de funcionarios desaparecidos a estas horas, invitan a sentarse entre sol y sombra, antes de enfilar a casa.

Me gustaba más cuando mis referencias eran el puente romano y los cafés de la plaza pero ahora no hay quien llegue si vas con el tiempo algo justo. Las últimas veces anduve por allí, por la plaza, tapando y disimulando una de esas tremendas ¡José Antonio, presente! y todo lo demás. Una cosa chorra pero difícil porque tallaron las letras sobre los sillares de los templos y la sensibilidad actual –acertadamente– no permite meterles candasca con una martellina y difuminar los bordes, antes de aplicar los morteros reversibles –por si acaso– que imitan la piedra. Lo que me apasionó de ese trabajo fueron los comentarios de la calle, generalmente guasones y menos agresivos que hace quince o veinte años, cuando se acercaban los ‘camisas viejas’ del lugar (cuatro y dos nietos belicosos) a insultar a los restauradores.

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Resulta imposible, para mí, polemizar con alguien a quien aprecio y considero buena persona. Podría decirle esto y aquello pero siempre es mejor conservar la amistad cuando el otro la merece. Qué más da. Toda esta basura de volver a levantar muros en la que estamos me ha costado ya la frialdad de gente a la que respeto por otras cosas. No es verdad que seamos tan puros en nuestros afectos como para saltar por encima de todo. Debería ser pero no lo es.

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X debe tener más poder del que yo le suponía: veo cómo gente bien armada intelectualmente, que vale mucho más que él, agacha el coco, se arrodilla y saca la lengua, que vuelve a su funda natural con la color un tanto amarronada. Lástima pero es que la lucha por la vida es muy dura, y muy fácil pontificar cuando la olla de todos los días y los recibos están pagados. Pero el conocimiento no evita la pena.

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Casi todo tiene dueño menos la realidad. No pertenece a nadie. Tampoco el arte, aunque seas dueño del objeto físico.

El estilo es caligrafía personal, bien o mal educada, ñoña o potente, aguda o roma.

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La realidad no necesita ser convincente.

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Me canso mucho de mí mismo. No hay día que, durante un rato, no me deteste.

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Trabajar el cuadro cada vez más deprisa. Comenzar y terminar en una sesión. Cuanto más fluido menos detalle, sí.

En la técnica del buon fresco, de acuerdo a los cánones renacentistas, los pigmentos van diluidos en agua de cal, el agua que sobrenada y crea unas costras casi transparentes durante el proceso de apagado. Se extrae sin remover la calcita (la parte blanca) y sólo se mezcla con los pigmentos minerales en el momento de utilizarse.

Antes de pintar, el ayudante extendía una capa final de cal grasa y marmolina cernida fina y la dejaba en estado de recibir la pintura. Los ayudantes pasaban el calco del maestro y éste, con los colores a punto, comenzaba un trabajo que debía ser muy rápido en lucha contra el secado de la superficie. La cal no admite fundidos ni retoques y el trabajo de la sesión terminaba cuando el maestro y los ayudantes, agotados, veían que la capa de mortero ya no permitía seguir por haber pasado el momento óptimo. Entonces, con una cuchilla, se recortaba todo el mortero sobrante (intonaco) y se desprendía del soporte (arricio) raspándolo. Lo suyo era cortar por donde menos se notaran después los empalmes.

Velázquez, Rubens y otros grandes maestros trabajaban según el mismo principio, aunque lo hiciesen al óleo y sobre lienzo. Habitualmente comenzaban por la cabeza, teniendo apenas abocetado o manchado el resto del cuadro. No trabajaban sobre fondos blancos aunque existe la excepción de Las Lanzas pero habría que mirar eso con más detenimiento. Si algo no salía como se esperaba preferían, habitualmente, ‘meter el cuchillo’ (la espátula) y raspar la parte que no les agradaba, antes que dejar secar y pintar encima. Los pentimenti velazqueños no son tanto arrepentimientos durante la sesión –dejados para pintar encima una vez seco el aceite– como cambios de idea compositivos, formales o expresivos tras haber terminado la pintura y antes de sacarla del taller.

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Veo que, con motivo de darle un premio, se dice que ‘convenció’ al pintor Zóbel para que instalase su colección de arte moderno en Cuenca. Desde que murió Z el deseo de apropiación no ha parado. Se trata de presentar al gran maestro como un millonario caprichoso que no sabía qué hacer con las obras hasta que entra en escena el conseguidor conquense.

A los cuarenta o cincuenta años se puede ser una mala víbora desagradecida. A su edad actual es todo tan mezquino y miserable que sólo cabe desearle viva muchos años más con esa obsesión metida en la cabeza.

Lo que produce tristeza es el hecho de que Z siempre lo defendió, dio a conocer, apoyó y le consiguió un medio de vida decente para un pintor que no vendía –ni vende– una escoba. Y no porque no lo haya intentado hasta dejarse la piel y la dignidad en el empeño.