Sabemos mentir

 

 

La impudicia se ha instalado, es el mal de nuestro tiempo. La falta de pudor del político al mentir; la mentira no es censurada socialmente. Un mentiroso ocasional se considera hábil, al mentiroso crónico se le trata como a persona de mérito y gran inteligencia.

Todos sabemos mentir y quién miente. Lo censuramos en los ajenos y lo justificamos en los nuestros. Tirar de archivo y mostrar públicamente la mentira no es castigo pues se acepta sin pestañear que lo público es el reino de la mentira. La verdad la reservamos, en el mejor de los casos, para el círculo familiar. Cada uno a su manera y del modo que nos conviene vivimos instalados en la mentira. Somos, por ello, incapaces de censurar al gobernante que miente.

La mentira nace del miedo, lo sabemos todos y la usamos porque tenemos miedo. Toda clase de miedos según nuestro trabajo y la vida que hagamos. La política dejó de ser hace muchos años el mejor modo de organizar la vida pública y evitar que nos matemos unos a otros para ser la escuela de mentirosos que mejor funciona.

Aquel liberal británico que decía que la política debe ser como el estómago: si se nota es que algo no va bien. Hoy parece una memez porque pertenece a un tiempo en el que los políticos podían ocultar la verdad pero no mentir. Por supuesto que la ocultación de la verdad será considerada por algunos como otra forma de mentira aunque no es lo mismo pues, mientras aquella puede ser compasiva en ciertos casos, ésta es siempre despiadada.

Se dice en los periódicos que los europeos nos estamos suicidando, que somos una civilización a extinguir y en ello estamos, que no advertimos –como los romanos de la decadencia– que ya tenemos inoculado el virus que nos matará. Si pudiéramos eliminar una parte de la impudicia y mentira que nos gobiernan tal vez quedaría sellada la vía de agua.

Para los materialistas, con su falta de humanismo, el gran problema es la lucha, abierta o soterrada, de capitalismo y comunismo. Da igual que al último se le quiera llamar populismo, es sólo una estrategia para no ser identificados con los crímenes y el terror. Una lucha a muerte de dos ideologías contrarias que sólo puede resolverse con la aniquilación definitiva de una.

No es cierto, lo que está en pugna –y nos está liquidando– es el enfrentamiento entre religiones. El marxismo no es una ideología sino una religión que se relata con argumentos ideológicos. Si fuera una ideología no necesitaría perseguir a la religión. Sólo una religión persigue a otra para instalarse como verdadera y única. El comunismo se desmorona sin el temor religioso, en este caso el temor a la muerte, real o civil.

En los años del comunismo sin disfraz la persecución religiosa se hacía con armas y sangre. Hoy es el llamado marxismo cultural quien se ocupa del asunto. De momento son culos y tetas exhibidos impúdicamente, disfraces sin respeto y acoso. Cuando lo inevitable se cumpla –la alianza con la yihad– volverá a correr la sangre en Europa.

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Una religión no debe ser valorada por sus ritos y misterios sino por la calidad de la moral que nace de ella. Es la frase de alguien que se encuentra a medio camino entre el materialismo y el humanismo.

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Jesús dejó tajantemente separadas la vida política y la espiritual: Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

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Ninguna sociedad puede sobrevivir sin religión. O se adora a Dios o se adora al dinero. En el peor de los casos a un ser mortal. La pervivencia de los israelitas a lo largo de la historia no se puede entender sin el judaísmo.

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Rembrandt y Spinoza. Un pintor viejo y arruinado vuelve los ojos a la comunidad judía de la ciudad, que le procura los pocos encargos que tiene. La relación personal no está probada aunque habitasen próximos el uno del otro. Sin embargo ambos forman parte del conflicto humanista, del desgarro barroco entre los valores de la Antigüedad y los primeros signos que preludian la Revolución (*).

Rembrandt es un pintor que debe muy poco al Renacimiento italiano y sus grandes artistas, por más que esté documentado que en la juventud –en el apogeo de su riqueza– poseyera una cabeza de Miguel Angel y otras piezas provenientes de Italia. Es un pintor a todo o nada, sin términos medios. Cuando en su juventud juega al virtuosismo técnico lo domina en tal medida que es difícil encontrarle parangón. En su madurez quiere representar el mundo economizando esfuerzos y, anciano, pretende que la luz no esté pintada sino que ayude a pintar el cuadro, enganchada o deslizándose por los relieves dejados por espátula y pincel.

He visto cuadros terroríficos de Rembrandt, malos hasta la náusea. Y otros de hincarse de rodillas y dar gracias a Dios por habernos hecho semejante regalo.

La pintura de Rembrandt huele y no precisamente a agua de rosas. Es la humanidad dolorida y errática, consciente de que sólo hay grandeza en la vida del espíritu. Mirando sus autorretratos se puede atisbar la duda metafísica, la gran duda común a todos los seres humanos. El hijo del molinero de Leiden termina siendo el más filósofo de los pintores, la extensa serie de autorretratos hechos a lo largo de su vida uno de los más grandes logros artísticos del Humanismo.

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El sufrimiento de nuestros ancianos pone a prueba nuestra fe. Ignoramos por qué Dios exige tanto de algunas personas que esperan una muerte que no llega, convertidos en algo que ya no sabemos si puede seguir llamándose vida. Pero el respeto a la vida humana toda nos impide juzgar lo que escapa, por definición, a nuestra competencia: no podemos evitar la vida ni causar la muerte.

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(*) Rembrandt and Spinoza. 
A study of the spiritual conflicts 
in seventeenth-century Holland. 
W.R. Valentiner, 1957