Lo que no se muestra

 

 

Al párroco de San Martín le han montado una escandalera en las redes por cumplir con su obligación. Es penoso que durante la celebración de los oficios religiosos –a pesar de que hay un cartel bien visible en la puerta– tengamos que padecer a las personas que, sin hacer caso, entran a curiosear y tomar sus inanes fotos.

Interrumpir oficios durante la Semana Santa, las fechas más sagradas para los cristianos, es doblemente molesto pues se rompe el necesario silencio y recogimiento de los templos.

De un tiempo a esta parte hay un sector de la extrema izquierda española que considera públicos y de uso común los bienes de la Iglesia Católica. Individuos de tal ideología, animados y jaleados por dirigentes de escasas luces y menor cultura, disputan aquello que nunca fue bien público salvo en la medida en que la iglesia, templo o monasterio, es la casa común de los creyentes. Con tal actitud se consideran legitimados para entrar cuando les parece, molestar a los fieles, interrumpir al sacerdote, hacer ostentación de ello o ponerse agresivos y dar voces cuando son llamados a mantener una actitud respetuosa. No es algo que me hayan contado, que también, sino que lo he visto –y soportado– yo mismo.

Es un tópico pero resulta cómoda la pregunta por venir a cuento: ¿se atreverían a hacer lo mismo en una mezquita? Acertar la respuesta no cotiza en el mercado de apuestas, de puro sabida.

Si no es posible que el cartel disuada de entrar mientras se celebran los oficios lo acertado es cerrar la puerta, como se hizo. No me vengan con que la casa de Dios no tiene llave: para quien pone su capricho por delante del respeto a los demás no hay casa de Dios sino curiosidad, en el mejor de los casos.

Si con tal argumento no fuera bastante se le añade otro: el turismo, otorgándole una cierta cualidad sagrada, y valga el pleonasmo. Tenemos en el turismo un nuevo Baal al que adorar, ceder creencias y rendir pleitesía. Pero el caso es que dudo de que, quien actúa así, sea meramente un turista. Y si lo es, peor para él: hay que guardar respeto a las costumbres del lugar que se visita. Celebrar que vengan turistas y traigan dinero a este pueblo arruinado y de futuro incierto –más allá de los habituales botellonazos en el marco incomparable– no debería implicar ponernos de alfombra y consentir que nos emporquen. Malo si perdemos la dignidad, incluso muy malo para el negocio.

Mi solidaridad y aplauso para nuestro párroco.

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Y por abundar en el tema: qué pijotería la de quejarse del exceso de procesiones y otros ritos durante la Semana Santa. Además de que los hay bellísimos y emocionantes, conviene recordar lo que un amigo sacerdote me dijo cuando me quejaba del exceso de fiestas de otro tipo: la gente trabaja y sufre, tiene derecho a divertirse y pasarlo bien.

Desde luego mi Dios no está en los muñecos por causa de la maldición estética: distinguir lo bello y trascendente aleja de las imágenes de devoción. No de todas, ciertamente, pues existen el Cristo de Velázquez y Bach pero, como dicen los restauradores cuando trabajan en plazas de tercera, para la gente del pueblo este retablo es su Capilla Sixtina y como tal hay que tratarlo.

Por supuesto que usted y yo nos lo pasamos mejor leyendo un buen libro, contemplando un paisaje hermoso u oyendo Las Siete Últimas Palabras mas, para no acabar en déspotas, dejemos tranquila a la gente que procesiona y vive la Semana Santa a su manera, de capirote con cirio, aporreando un tambor o llorando al paso de la Esperanza. Un respeto.

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Contra mi costumbre pongo dos ilustraciones a esta entrada. La primera corresponde al llamado Descendimiento de Amberes por Rubens, estilísticamente una de las cimas del Barroco. La siguiente es un cuadro del siglo XIX, del pintor académico Bouguereau, ahora tan jaleado, cotizado y coleccionado.

Hay que mirar detenidamente el Rubens para apreciar, –además del impacto visual, inmediato y fuerte, de la composición–, el reparto de masas y colores, el intrincado laberinto de las elipses, la inteligencia del mostrar y el esconder. En esa agitación, propia de una ola tempestuosa, todo está en orden: cada elemento tiene su contrario, cada movimiento su chiasmo. Incluso los colores figuran por pares opuestos, aunque no por la teoría moderna sino por la antigua de los afectos.

La verdad pictórica en Rubens implica la exageración. Digamos que forma parte del lenguaje barroco, es el vehículo de los sentimientos. Pero insisto, lo más interesante para poner ese cuadro en pie con tal perfección formal es, en buena parte, lo que no se muestra.

En la Flagelación de Bouguereau las partes están bien pintadas, algunas –como el cuerpo de Cristo– muy bien. Sin embargo el cuadro carece de ese pathos que nos conmueve en el de Rubens. La composición está equilibrada en cuanto a pesos visuales y masas pero es un desastre en lo que hace a ritmos y líneas. Podría establecerse algún paralelismo con el Guernica picassiano (se nos quiere contar una tragedia que no es sentida por el artista) pero no es el momento.

Miren la figura del rufián con el flagelo en la mano: no está azotando sino posando en actitud de azotar. Y así todos los actores del no-drama. El cuerpo de Cristo, nácar levemente rosado, carece de la necesaria humanidad aunque tampoco se trata de una figura ideal al modo renacentista: es un modelo plasmado en un excelente trabajo de academia.

Rubens, cortesano y bon vivant, posee una profunda fe en el drama que nos pone delante. Bouguereau, casi un asceta en lo personal, no parece conmovido por tan terrible momento.

Así llegamos a una de las pocas cosas que se pueden afirmar del arte figurativo: no puedes hacer que el espectador sienta lo que tú no sientes. Aunque vayas sobrado de técnica, oficio y conocimientos.

 

 

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