Buscando materiales

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Lo más difícil de pintar son las flores. No como ejercicio botánico, porque eso es una abstracción, sino las flores vivas y puestas en un vaso, florero o búcaro. Retratadas.Tienen forma propia, individualizada. Se ajan ante tu mirada, se mueren.Y sin embargo hay pintores que lo han hecho muy bien: Fantin-Latour el primero.

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El mejor estilo es el transparente. Interponer entre el espectador y el mundo representado un estilo demasiado personal es, cuando menos, vulgar.

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Cada día es más necesario, ante las extravagancias que alejan al espectador de lo esencial en el arte, el uso de la técnica pictórica sugerente aunque no impresionista.

Tan detestable es un retrato en el que la cabeza mide un metro y se han pintado los pelitos de la barba como el artista que se da cabezazos contra las paredes.

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No cabe tontería mayor que decir ‘X cambió la forma de ver… (póngase lo que convenga: pintura, música, novela…)

No es posible porque no está al alcance de nadie cambiar el modo en que percibimos el mundo. Y si parece que lo es hay trampa. Y en todo caso resulta efímero.

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Todo lo relativo a la fabricación manual de objetos de vidrio es precioso: el cristal al rojo vivo, la habilidad del soplador… hasta que se enfría y aparece un jarrón espantoso que jamas pondríamos en casa.

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Hace unos días salió un artículo en prensa, y vídeo en la edición digital, acerca del último fabricante de colores al óleo hechos manualmente. Hace muchos años la tienda estaba en la calle Augusto Figueroa de Madrid y se llamaba La Paleta Española, un nombre valiente que hacía referencia a algo que no acaba de ser cierto pues, más que los colores en sí, es el modo de manejarlos lo que define un carácter ‘español’ en la pintura. Sin olvidar que uno de los más conspicuos artistas que merecen tal nombre hizo casi toda su carrera en Italia o que Velázquez y su escuela se nutrieron tanto del estilo sevillano –sobre el que habría que decir alguna cosa para mostrar que no lo era tanto– como del flamenco Rubens y los italianos de Venecia.

Pero es bonito eso de La Paleta Española. Recuerdo a un profesor de mi juventud que todo lo resumía en ‘tierra de Sevilla y verde Veronés’. Igual lo aplicaba a las carnaciones de Velázquez que a un paisaje pre-impresionista. Que la tierra de Sevilla (un ocre mineral compuesto básicamente por óxido de hierro rojo) la usara el pintor de pintores es cierto, que utilizara verde del Veronés (así llamado en referencia al pintor de la Escuela Veneciana Paolo Cagliari, ditto il Veronese) –que es una denominación confusa pues va desde el verde de malaquita de los antiguos hasta el verde Schweinfurt desarrollado en el siglo XIX y que es un arseniato de cobre–, no es cierto en absoluto pues no hay más verdes en su paleta que los que compone con la azurita y los amarillos de plomo-estaño y ocre.

En todo caso el profesor tenía razón en lo fundamental: las carnaciones son un problema de rojo y verde, en diversas variables.

Tras el eufónico primer nombre la tienda pasó a llamarse ‘Bellas Artes’ a secas y por allí iba yo a comprar colores cuando la cartera andaba floja. Eran colores para eso, para estudiantes: pigmentos sin lujos, densos para que cundieran y empastaran bien sin necesidad de gastar mucho. Hasta el tamaño de los tubos estaba pensado para los pintores jóvenes o alcanzados de dinero, abundantes entonces por aquellos barrios.

El contraste con los de la marca Rembrandt era dramático y aún más con los, por entonces, lujosos Winsor&Newton ingleses, hechos por un fabricante que ya proveía a Turner y Constable. No pude usarlos hasta que tuve una beca y después porque adelantaba el dinero mi galerista. W&N tenía en su catálogo todo lo que un pintor algo puesto en el oficio podía desear, desde el aceite prensado en frío al polimerizado y espesado al sol, así como la trementina veneciana y unos pigmentos de tal calidad que, todavía hoy, son difíciles de igualar. Conservo –y utilizo con usura– un lapislázuli de procedencia afgana con un matiz inigualable por los lapislázuli chilenos. Y lo mismo puede decirse del bermellón auténtico (sulfuro de mercurio) y el carmín de cochinilla.

Tanta belleza terminó bruscamente el día en que una compañía japonesa compró el negocio, revisó cuentas y –en aquellos años tan malos para el oficio de pintor– decidió que sólo fabricaría lo que pudieran utilizar los aficionados a las manualidades. Desaparecieron los pigmentos. La gama de magníficos aceites y barnices se acortó de un modo desesperante y nos dejaron casi a oscuras.

Hubo que acudir a los pigmentos Old Holland que, por suerte, son también de muy buena calidad y tirar como se pudo. Hoy el panorama es muy diferente: con la vuelta del interés por el oficio, el cansancio de los jóvenes norteamericanos por la enseñanza universitaria de la pintura y el retorno de los talleres, estamos mejor atendidos de lo que era imaginable en aquellos años: en Inglaterra hay un fabricante de colores a mano que son excelentes, Old Holland se compra en España sin tener que acudir al amigo que viaja a Holanda, en USA hay al menos dos fabricantes manuales de colores de gran calidad. El lino belga –el mejor del mundo para pintar– se encuentra en España por rollos, una marca catalana fabrica pinceles casi igual de buenos que los de una pequeña empresa británica. Sólo hay que pintar, ya no es necesario perder tiempo buscando materiales.

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