Años de nomadeo

 

 

Aburre tanto calor, sin respiro en forma de tormenta y unas gotas de agua que refresquen el secarral. No tengo el coraje de Van Gogh para calarme un sombrero de paja y salir a pintar al campo. En mi descargo digo que esto no es el Midi: aquí cuando aprieta de verdad no vuelan los pájaros.

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Leo una entrevista que me da que pensar. Cuarenta años más tarde sigue hablando de política cultural, esto es, de la posibilidad de hacer carrera sumando ambas habilidades. No le ha ido mal con ellas.

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Se pierden habilidades y se gana desinterés. Espero mantener los ojos, todo lo demás tiene avío.

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La Iglesia Católica tiene muchos enemigos, no necesita más aunque será inevitable que sigan aumentando, nutridos con diversos alimentos que el mundo proporciona gratis. Toca cuidarse.

Un autor al que leía en mi juventud decía, a propósito de las campanas de su pueblo, que la gente ya no entiende su lenguaje. En aquel mundo rural y básico en formas y tecnologías, servían para muchas cosas aparte de anunciar los oficios religiosos. Los usos se perdieron y con ellos los campaneros que sabían hacerlas elocuentes.

Ya no quedan y tampoco sacristanes. En su lugar tomaron plaza los consejos parroquiales, viva muestra de que la democratización llega a todas partes. El ser más papista que el Papa no es figura retórica: parroquias hay donde el último mono es el cura, y no por la debida humildad personal sino porque predomina la mayoría, que es un modo discreto de decir que manda el líder del grupo. Para el sacerdote tiene su parte cómoda: si son otros quienes deciden la responsabilidad se comparte.

Imagen de los tiempos pero las iglesias languidecen por falta de mantenimiento –era el sacristán quien se ocupaba de espantar palomas y cigüeñas en exceso, de llamar al albañil para que diese un repaso a la cubierta y de tener todo en estado de revista.

A ver cómo se entiende lo que voy a decir: hay que ser discretos con el uso de las campanas. Un día puede surgir la denuncia y existe un pleito ganado por una vecina en otra provincia. Hoy los campanarios están electrificados y tienen su programa de control. No deberían sonar durante tanto tiempo salvo, tal vez, en las grandes solemnidades de cada población pues, entonces, lo que otros días se censura resulta de agrado.

La realidad se impone: somos la religión más practicada en España pero ya no es, ni por asomo, lo que fue. Se olvida que hubo personas que marcharon a las trincheras para defender a su Iglesia de las atrocidades. Si volviera a suceder sólo nos alistaríamos unos cuantos casi ancianos y un puñado de jóvenes. Menuda tropilla íbamos a montar.

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R. me trae un encargo de Londres –cierto color que no se encuentra en España y que, normativa europea, no se puede enviar– y nos tomamos un refresco en la plaza con tal motivo. Es inglés y le interesa saber de nosotros. La guerra civil por delante. Al rato llega G. y echa un cable. Hay que explicarle que los hechos, lo que sucedió de verdad, sufrieron un doble enterramiento a manos del franquismo y del comunismo. Cada uno de los bandos creó y difundió su versión y hubo que tragar una u otra pues ambas eran incompatibles y contrapuestas.

Tuvimos que esperar a los historiadores británicos y norteamericanos para comenzar a entender lo que pasó. Demasiadas emociones ligadas a una guerra muy cruenta hecha por nuestros abuelos. En pasos pequeños pues el territorio está sembrado de minas, el blindaje comunista se resquebraja y la realidad, siempre obstinada, se abre paso.

R. es persona razonable y concluye que han de pasar cinco generaciones más para que el conflicto pueda ser analizado con frialdad, la única manera de hacer correctamente una autopsia.

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En mi cabeza de niño, ‘mentecato’ y ‘mantecado’ se fundían en una realidad nueva que no era la suma de ‘mente presa’ y ‘manteca’ sino que describía el más insípido de los sabores del carricoche de los helados.

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Hago la pintura de modo que dure lo más posible en el tiempo, como seguramente haría el náufrago sellando cuidadosamente la botella en la que ha escrito su llamada.

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Pasé los primeros años de mi vida de enfermedad en enfermedad, mirando el paisaje por la ventana. Cuando sané y estuve fuerte fui al internado y seguí mirando el paisaje desde la ventana.

Después el nomadeo, de ciudad en ciudad, sufriendo cada poco no volver a ver a los amigos, las novias, los maestros y todo lo que puede apreciar un adolescente.

Hasta que llegué a Madrid y decidí quedarme, diecisiete años, el dibujo de las escayolas clásicas, amigos que no he vuelto a ver –de Asturias, de Valencia, del País Vasco, de Andalucía–, el amor por la música, por los cuadros de Antonio López en Nueva Forma y las lecturas en horas robadas al sueño.

Las ratas, grandes como liebres, chillando y peleando por la basura en la calle del Barco.

Agujeros en la memoria entre 1969 y el verano de 1971.

 

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